Estoy seguro de que muchos de ustedes conservan en la retina las imágenes de los independentistas catalanes, que están siendo juzgados estos días, cuando acudían al Tribunal Supremo en sus primeras comparecencias al comienzo de la instrucción de su causa. Caminaban agrupados, erguidos y arrogantes, dejando entrever su acendrada valentía, charlaban animadamente entre ellos para aparentar despreocupación, y recibían encantados los aplausos de los fieles fanáticos que se congregaban a las puertas de nuestro alto Tribunal para vitorear a aquellos líderes que les habían prometido llevarlos en volandas (¡esta vez sí!, por fin) a la ansiada República Independiente de Catalunya.
Las imágenes que vemos hoy en la Sala del Tribunal Supremo de dicho líderes independentistas son claramente diferentes. Sus rostros han cambiado: las sonrisas prepotentes de los que se creían en posesión de la verdad democrática han tornado en rictus de preocupación tal vez por haber percibido la sinrazón de su causa. Sus ademanes no revelan el imperio, la autoridad y señorío de quienes se creían emperadores en su pequeño territorio. Y sus palabras al responder a las preguntas de los fiscales ya no salen con la fuerza de quienes creen inquebrantablemente en su causa, sino que van preñadas de los titubeos de los que acaban de caer en la cuenta de lo que es desafiar a un Estados social y democrático de Derecho.
Como escribe hoy acertadamente en ABC Carlos Herrera a propósito de su actitud: “Mientras tanto, en el Supremo, los procesados por haber llevado a Cataluña a esta situación y por haberse querido instalar por encima de la ley, siguen con la salmodia de que todo era una broma. Nadie hizo nada y sin embargo lo reivindican todo. Pero ninguno de ellos ha dado un paso adelante y ha dicho: «Sí, señor fiscal, Yo fui quien dio la orden para que se compraran las urnas y se imprimieran las papeletas. Yo fui quien declaró a Cataluña República Independiente. Yo quien desobedeció al Tribunal Constitucional». Y podría añadir: «Y aquí está el tío, ¿qué pasa?”
Soy sabedor de que el artículo 24 de la Constitución dispone que todos tienen derecho a no declarar contra sí mismo. Pero este es un precepto para todos los reos menos para los líderes políticos que creen de verdad en su causa, cuya obligación es soportar todas las consecuencias que deriven de su actuación por muy penosas que sean.
Escribió Antonio Machado en su “Juan de Mairena”: Se señala un hecho; después se le acepta como una fatalidad; al fin se convierte en bandera. Si un día se descubre que el hecho no era completamente cierto, o que era totalmente falso, la bandera, más o menos descolorida, no deja de ondear. Y es que desde siempre ha habido verdaderos profesionales en convertir hechos en banderas, sin haberse detenido suficientemente a comprobar si eran ciertos o falsos. Más aún: lo que menos les ha importado es la certeza o la falsedad del hecho, sino levantar banderas de enganche para movilizar a las personas que actúan movidas más por el sentimiento que por la razón.
Por eso, todo lo que está sucediendo nos autoriza a preguntarnos a quienes asistimos atónitos a su bravuconería de entonces, si no ha comenzado ya la desbandada, si no está empezando a desteñir, a descolorar, la bandera bajo la que marchaban los otrora altaneros y hoy acobardados líderes independentistas que no tienen la gallardía de mantener en sus declaraciones en el juicio oral las tesis que defendieron para fundamentar su golpe de Estado jurídico.
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