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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

El frío sobrecogedor de un beso

José Manuel Otero Lastres el

Aunque había visto en las películas norteamericanas que los padres tenían la costumbre de besar ligeramente en los labios a sus hijos, ella nunca lo había hecho. No era tanto por sí misma como por sus retoños. Le parecía que mientras que ella comprendía el alcance de su acto y era algo que dependía de su sola voluntad, sus pequeños eran meros sujetos pasivos que tenían que estar obligatoriamente a lo que ella decidiera. Y es que si la madre besaba sus labios, los pequeños poco podían hacer por rechazarlo, más allá de lo que les agradara o no esa muestra de afecto. Aunque en más de una ocasión, tuvo la tentación de hacerlo,  pensaba que, mientras sus hijos eran niños, suponía ignorar el consentimiento infantil.

Un día se subió al coche con el más pequeño de sus hijos para llevarlo a un cumpleaños de un  amiguito del colegio. La distancia que tenía que recorrer eran unos doce kilómetros. Aun así, lo sentó en la silla especial que iba en el asiento trasero y le abrochó el cinturón de seguridad. Cuando estaba haciendo el giro para entrar en la urbanización a la que se dirigía, apareció sorpresivamente desde una carretera secundaria un coche que venía de frente y se había saltado un stop, colisionando frontalmente contra la puerta trasera en la que iba el pequeño.

La madre, pese a la fuerza y la sorpresa del impacto, se soltó rápidamente el cinturón de seguridad y corrió gritando hacia la puerta golpeada. Aunque había oído alguna vez que los accidentados no debían moverse, sacó al pequeño de la sillita y lo cogió en brazos. El choque tuvo la fuerza suficiente como para segar aquella vida incipiente. Se sentó junto a la puerta delantera y comenzó a llorar amargamente, sin llegar a saber del todo lo que había sucedido y deseando con toda la fuerza de su alma que fuera un mal sueño.

El conductor imprudente hizo señas a los vehículos que se aproximaban para que se detuvieran. Llamaron a una ambulancia que no tardó en llegar, pero lamentablemente hubo de certificar que el pequeño había muerto.

La desconsolada madre siguió con el niño en sus brazos hasta que vino el juez de guardia y ordenó el levantamiento del cadáver. Antes de que se lo arrancaran de los brazos, impulsada por una fuerza incontrolada, posó ligeramente sus labios en los del niño y sintió como recorría todo su ser el frío glacial de la muerte. Fue tan desgarrador el dolor que azotó su espíritu que a partir de entonces supo dónde se ocultaba el alma en el cuerpo.

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