Dicen que los mercenarios más apreciados del mundo en los siglos XV y XVI eran suizos. Tenían que ser tipos rudos, pendencieros y -aparentemente- poco dados a la melancolía. Guerreros a prueba de golpes y acero. Y, sin embargo, con ellos nació el concepto que hoy conocemos como nostalgia. O mal du Suisse. Era entonces una enfermedad en toda regla, descrita por primera vez en 1688 por el médico suizo Johannes Hofer durante la presentación de su tesis en la Universidad de Basilea.
El nombre procedía del griego nostos -regreso a casa- y algos -dolor, sufrimiento-. A esa pena aguda se le atribuyeron algunas muertes y muchas bajas en el frente, con un efecto contagioso. Cuando los mercenarios escuchaban alguna canción folclórica suiza corrían el riesgo de verse presos de un insoportable ataque de nostalgia. Es bastante probable que algunos síntomas tuvieran que ver con enfermedades no diagnosticadas en aquel momento, pero lo cierto es que el nuevo mal se extendió por los campos de batalla y por las consultas de los médicos.
La nostalgia suiza estaba vinculada al canto pastoril que llamaban Kuhreihen. En el Dictionnaire de Musique (1767), de Jean-Jacques Rousseau, se decía que a los mercenarios les prohibieron escucharlo o cantarlo. Sin embargo, curiosamente, el romanticismo, la nostalgia, el Kuhreihen y los Alpes fueron decisivos en el entusiasmo de los viajeros por Suiza y en el desarrollo temprano del turismo en el país. A los nuevos trotamundos europeos les encantó el alpinismo. Y en Alemania se acuñó el término Fernweh para definir el «anhelo de estar lejos», la pasión romántica de viajar y explorar.
Estos días, durante la presentación anual en Madrid de Turismo de Suiza, he vuelto a oír la expresión mal du Suisse para referirse a los ciudadanos de aquel país a los que les cuesta vivir lejos de sus montañas, de los senderos interminables (hay 65.000 kilómetros de rutas señalizadas), de los lagos y el ganado, de los glaciares y las pistas de esquí. Para ellos y para muchos de nosotros, sus paisajes -tan familiares y reconocibles como un queso Gruyère (sin agujeros, al contrario de lo que se cree en España)- son siempre una estación a la que volver.
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