En Río Rojo (1948), todo lo que ocurre (y es mucho) sucede a cielo abierto, entre Texas y Kansas, con el río Rojo de por medio. A lo largo de mil millas, John Wayne y Montgomery Clift conducen diez mil cabezas de ganado hacia algún lugar donde puedan venderlas, primero hacia Missouri y finalmente hacia Abilene, Kansas. Polvo, lluvia, una estampida, comanches, cansancio, un motín, disparos. Y siempre a cielo abierto. Hasta que ven el humo del ferrocarril, la meta. Cuando Montgomery Clift entra en la Greenwood Trading Company para firmar el contrato de venta de las vacas, observa la oficina y dice: “Qué agradable vivir en una casa, hace tres meses que no hemos estado bajo techo”.
La poesía de los espacios abiertos es una seña de identidad del western. El crítico de cine Ángel Fernández-Santos, en su libro “Más allá del Oeste”, recreaba el ambiente de los cines en el que los espectadores “se sentaban, respiraban hondo, levantaban con gallardía la cabeza, y soñaban”. Cuando nos limitan la aventura (en otras épocas, porque pocos viajaban; ahora, por razones obvias), la soñamos. Quizá por eso estos días he vuelto a ver Río Rojo, la película menos claustrofóbica que se pueda imaginar.
En esta historia dirigida por Howard Hawks están casi todos los símbolos del western clásico. Incluido el papel de Abilene, ciudad fundada en 1858 como punto de embarque hacia el Este de cientos de miles de cabezas de ganado procedentes de Texas. En la película se aprecia la dureza de aquellos viajes de meses, desde los ranchos hasta el tren, y el trabajo de los vaqueros que conducían los animales y se enfrentaban a un mundo violento. Al cabo, las vacas de la ficción lograron cruzar este recién nacido pueblo el 14 de agosto de 1865.
Río Rojo también habla de los pioneros. John Wayne -en el papel de Dunson- es un antihéroe tan duro como la naturaleza a la que se enfrenta, determinado a empujar a sus hombres a ir más allá de lo razonable. Y es una película de viajes, por supuesto, del camino más que de la meta (aunque la meta fuera tan importante como la creación de la ruta del ganado entre centro y el este del país). Es un lugar para respirar a pleno pulmón, aunque la veamos sentados en el sofá de casa, con los músculos entumecidos, agotados de tener el techo sobre nuestras cabezas. Cuando salgamos podríamos parodiar la frase de Montgomery Clift: “Qué agradable vivir al aire libre, hace tres meses que no hemos estado en la calle”.
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