La realidad no es la que manifestaban los datos de las encuestas que hemos sufrido a lo largo de este 2015, ni la que nos exponía el último CIS, donde el reparto de los escaños no expresan los votos depositados en las urnas.
La realidad nos muestra que las elecciones del 20-D las ha ganado el Partido Popular con 123 escaños, al convertirse en la fuerza más votada, dejándose por el camino a más de un tercio de su electorado. También que a Mariano Rajoy ni siquiera le sirve el apoyo de Albert Rivera, al quedarse a 13 escaños de los 176 necesarios para formar Gobierno. Los sobres depositados en las urnas le han pasado la factura al PP del rescate, de los recortes, de la corrupción reflejada en papeles y en los autos de dos jueces de la Audiencia Nacional. En el balcón de Génova, hemos visto a un Rajoy optimista, dando incluso un salto al grito de «¡Presidente!», recalcando tras el «éxito sin euforias», que buscará «formar un Gobierno estable» y que las decisiones difíciles las tomó «con el objetivo de salvar los intereses» de todos los españoles.
La realidad nos refleja en el espejo de Pedro Sánchez el peor resultado de la historia del PSOE en sus 135 años de historia, muy por debajo del «fracaso» de Alfredo Pérez Rubalcaba: 90 escaños respecto a 110. Sus enemigos están dentro –desde julio de 2014 que gano las primarias– y fuera, presionándole por los cuatro costados. Por eso quizá Sánchez ha recalcado que «han intentado hacer desaparecer al PSOE, pero no lo han conseguido» y que se «siente enormemente orgulloso de liderar» su partido. Querrá apartar el insistente reflejo de Susana Díaz, y la idea sugerida por Felipe González de una gran coalición del PP-PSOE, «si el país lo necesita», al depender la gobernabilidad de su apoyo, después de hacer todas las sumas en la noche de las calculadoras.
La realidad nos enseña que la fuerza de la calle, el grito del 15-M, entra como un movimiento en el Congreso de los Diputados con 69 escaños y el 20,5% de los votos, fagocitando a Izquierda Unida y dándole zarpazos al Partido Socialista, pero sin remontar como anunciaban. Con un discurso contundente, Pablo Iglesias ha querido marcar el camino –ya que no puede «asaltar los cielos»– intuyéndose que él si ejercerá de jefe de la oposición, si el PSOE queda para otras cosas. Sus reivindicaciones están con la gente, con el «blindaje de los derechos sociales», que son «inaplazables e imprescindibles”. Pero tendrá que recordar que para reformar la Constitución, necesita aprobarse con dos tercios de la Cámara y que tan solo 117 votos pueden bloquear cualquier propuesta. Eso es una realidad. Igual que el PP mantiene la mayoría absoluta en el Senado. Esa hegemonía en la Cámara Alta permite a la formación conservadora rechazar cualquier acuerdo legislativo que no haya sido aprobado o consensuado con ellos.
La realidad nos evidencia que a Ciudadanos todavía no le ha llegado ni su hora ni el tiempo de cambio que preconizaba al obtener 40 escaños. Según cuáles sean sus pasos, y sus próximos pactos, pueden tocar techo antes de tiempo. La mayoría de las encuestas han aupado a Albert Rivera como el político mejor valorado, queriéndose reencarnar en el espíritu del Adolfo Suarez de la UCD, y se ha tenido que contentar con el de la CDS. Su hiperliderazgo, o tal vez por ello, no se ha traducido en los votos necesarios para ser el «eje de una nueva Transición».
La realidad nos dice que el bipartidismo está hundido, perdiendo seis millones de simpatizantes, pero que sigue ahí, resistiendo, flotando en un 50 por ciento de votos. Y esa misma realidad tozuda, que no tiene nada que ver con el entorno que refleja las redes sociales, nos indica que los partidos emergentes llegan con fuerza, pero con limitaciones; que vienen tiempos de cambio, en los que habrá que dialogar, pactar, negociar y, sobre todo, que el nombramiento del presidente del Gobierno está en el aire.
Ahora que conocemos la realidad después de tantos sondeos, habrá que ver cómo la gestionamos, sin ningún tipo de imposturas.
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