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Un año de política exterior de Biden

Un año de política exterior de Biden
El pantano de Washington, D.C.
Jorge Cachinero el

Biden no cuenta dentro de Estados Unidos (EE. UU.) con una percepción precisamente muy ejemplar sobre su entendimiento de los asuntos de política exterior y de defensa de su país.

De hecho, Biden se ha equivocado en casi todas las cuestiones importantes de política exterior y de seguridad nacional de las últimas cuatro décadas.

Esta última frase no es original.

Este aserto está contenido en el libro Duty. Memoirs of a Secretary at War, publicado en 2014, de Robert M. Gates, quien trabajó como director de la Agencia Central de Inteligencia –Central Intelligence Agency (CIA), en inglés- para el presidente George H.W. Bush, republicano, en el período de 1991 a 1993, y como secretario de Defensa, respectivamente, para los presidentes George W. Bush, republicano, y Barack Obama, demócrata, desde 2006 a 2011: “I think he (Biden) has been wrong on nearly every major foreign policy and national security issue over the past four decades”, en la cita original de Gates.

Robert M. Gates

El problema de Biden no es exclusivamente suyo.

La política exterior de EE. UU. de los últimos treinta años no ha cambiado, en lo esencial, en todo este tiempo, ha carecido de coherencia y se ha aproximado a los problemas y a los retos que se le iban planteando a medida que estos iban surgiendo.

Así ha sido desde que, en mayo de 1992, Paul Wolfowitz -subsecretario de Defensa del presidente George W. Bush, entre 2001 y 2005, y uno de los principales artífices de la guerra de Iraq, que duró desde 2003 hasta 2011- escribió, mientras trabajaba en el departamento de Defensa de EE. UU., un memorándum extenso, de 93 páginas, en el que exponía la que, en su opinión, debía ser la estrategia global de EE. UU., tras la victoria de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en la Guerra Fría y el colapso de la Unión Soviética.

Paul Wolfowitz

En dicho documento, Wolfowitz propuso, en lo que vino a denominarse, a partir de entonces, como la Doctrina Wolfowitz, el que la fuerza militar de EE. UU. debía ser utilizada para extender la democracia a todo el mundo y cambiar, sin descanso, los regímenes políticos –regime change, en su expresión original en inglés- de aquellas naciones que no fueran democráticas.

Tanto fue así que EE. UU. perdió de vista el hecho de que su política exterior debe estar, sobre todo, al servicio de alcanzar y de proteger sus intereses nacionales fundamentales, es decir, la seguridad y la supervivencia de la nación, por un lado, frente a las amenazas de terroristas y de potencias nucleares o en posesión de cualquier otro tipo de armas de destrucción masiva –Weapons of Mass Destruction (WMD), en inglés- y de garantizar, por otro lado, la prosperidad económica de sus ciudadanos.

En estas tres últimas décadas, sólo el presidente Donald J. Trump se ha atrevido a cuestionar el deber, compartido por republicanos y por demócratas, de EE. UU. de transformar el mundo, que se consagró, en 1992, como el principio básico de su política exterior.

Donald J. Trump

Biden, en realidad, no es más que el epígono último de esta escuela de pensamiento, que, en la actualidad, alimenta el radicalismo de otros actores, estatales y no estatales, provoca serios rozamientos en la relación con otras potencias nucleares y, por si fuera poco, polariza a la propia sociedad estadounidense, ya que los ciudadanos de EE. UU. han dejado de unirse, por encima de las divisiones políticas partidarias, cuando surgen retos externos.

Joseph Biden

Más bien, al contrario, en esos momentos, crece el enfrentamiento entre los americanos.

La realidad es que EE. UU. tiene abandonado el cuidado de sus intereses nacionales fundamentales y Biden es sólo el portavoz actual – o ¿habría que calificarlo de marioneta, dado el estado aparente de sus aptitudes cognitivas?- del grupo que ha estado gestionando la política exterior de EE. UU. durante 30 años con la ambición, fracasada, de extender la democracia y de promover el liberalismo en el mundo, tras la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), en 1991, y del lanzamiento de la I Guerra del Golfo, en 1990.

Sorprende que esto haya sido así, cuando la realidad es que los picos de máxima popularidad que han vivido los tres presidentes de EE. UU. anteriores -Donald Trump, Barack Obama y George W. Bush- nunca han coincidido con momentos en los que su política exterior estuviera en el centro de atención de sus gobiernos, del poder legislativo o de la opinión pública.

Con toda probabilidad, tienen razón los que piensan que, hasta la llegada de Trump a la presidencia de EE. UU., no ha habido un presidente estadounidense que haya tenido una mejor comprensión de las necesidades de la política exterior y de defensa del país como el general Dwight D. “Ike” Eisenhower, quien, entre 1953 y 1961, consiguió firmar una tregua para la Guerra de Corea y alivió enormemente la tensión de la Guerra Fría.

Dwight D. ‘Ike’ Eisenhower

Pareciera que los dirigentes de EE. UU. quisieran seguir el camino transitado, anteriormente, por el Reino Unido -que, tras el final de la II Guerra Mundial, con una deuda total del 250% de su Producto Interior Bruto (PIB), se vio forzado a abandonar la India y a desmontar su Imperio-, ya que la deuda total de EE. UU., en 2020, representó el 895,4 % del PIB nacional y el país camina sonámbulo hacia la bancarrota y sigue sin reconciliar su política exterior con sus intereses nacionales.

Debe reconocerse que el presidente Trump amenazó los flujos tradicionales del dinero público hacia los gastos de defensa en un país en el que a la gente no le importa qué es lo que pasa en el exterior, la mitad de la población no sabe qué es la OTAN y cuyos ciudadanos sólo prestan atención a la política exterior si el número de bajas de sus soldados en un conflicto bélico es demasiado elevado.

El pantano de Washington, D.C., sin drenar, todavía, es más cenagoso de lo que la gente se imagina porque, al final, los políticos estadounidenses, cuando llegan, por primera vez, a la capital del país, para iniciar sus carreras, aprenden, muy rápidamente, que quienes los eligen no son los votantes, sino los donantes.

Además, dentro de la burbuja o de la cámara de eco en la que se convirtió la capital estadounidense, el pensamiento suele ser linear, ya que se cree que el futuro se parecerá al pasado, la política exterior se formula de acuerdo con el alineamiento con las políticas respectivas de los dos grandes partidos y, por concluir, la gente del mundo de la ideación y de la gestión de la política exterior estadounidense vive muy decentemente cumpliendo con esa misión de cambiar el mundo.

En definitiva, los estadounidenses han pensado, tradicionalmente, que más gasto en defensa quería decir que el país era más seguro.

Sin embargo, la ejecución horrorosa e, incluso, culposa, por parte de Biden y de su equipo, de la, por otra parte, necesaria, salida de Afganistán, en agosto de 2021, ha sacudido esa concepción tan arraigada en el pensamiento de los estadounidenses, quienes, el año pasado, fueron testigos directos de que las inversiones tan altas que el país realiza en defensa no están teniendo el retorno que todos los ciudadanos esperaban.

En otro escenario, desde finales de diciembre de 2021, la torpeza y, quizás, la maldad de Biden y de su equipo están arrastrando a Europa y al mundo a la peor crisis de seguridad desde el final de la II Guerra Mundial.

Al desaparecer la Unión Soviética y, de forma consiguiente, el Pacto de Varsovia -es decir, el Tratado de Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua de Varsovia, que estuvo en existencia entre 1955 y 1991, por el que se establecía una organización de defensa mutua compuesta, originalmente, por la Unión Soviética y Albania, hasta su retirada de la misma en 1968, Alemania Oriental, hasta su retirada de la misma en 1990, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia y Rumanía-, la OTAN ha demostrado que no es otra cosa que un hombre muerto caminando, que lucha, desesperadamente, por encontrar un sentido que justifique el alargamiento de su existencia para evitar su extinción y que es responsable, tras el bombardeo, en 1999, de la República Federal de Yugoslavia, de la quiebra del orden liberal internacional.

Asimismo, la historia de la OTAN, tras aquel bombardeo de Yugoslavia, es la de una organización que dejó de ser defensiva y que se transformó, siguiendo las instrucciones de los responsables de la política exterior de EE. UU., en una organización militar ofensiva.

A pesar de las recomendaciones de aquellos que diseñaron la política de contención de EE. UU. frente a la URSS, tras la conclusión de la II Guerra Mundial, como fue el caso del diplomático estadounidense, George Kennan, que reclamaron que EE. UU., al terminar la Guerra Fría, no cometiera el error fatídico de extender la huella de la OTAN hasta la frontera occidental de Rusia, Biden ha continuado con ese propósito insensato.

Expansión de la OTAN hacia el este

Además, todo ello ha sido ejecutado por Biden y por su equipo con el giro perverso de impedir un acuerdo con Rusia para forzar a que Ucrania cumpliera lo firmado en el Acuerdo Minsk II para resolver el conflicto interno de aquel país, mientras les llenaban la cabeza a los líderes ucranianos con falsas promesas de ayuda en caso de dificultades.

Por si fuera poco, Biden y su equipo han intentado, durante las últimas semanas, ganarse la complicidad de China, con la que han compartido Inteligencia sensible sobre el conflicto ucraniano.

El resultado de esta aproximación a China ha sido un fracaso y no es difícil imaginar a dónde habrá terminado por llegar dicha información.

Lo irónico y lo trágico, a la vez, de la situación en Ucrania es que, en los últimos días, de forma discreta, China está apareciendo como un posible mediador en el conflicto.

El ministro de Asuntos Exteriores de la República Popular de China, Wang Yi, llamó el pasado viernes, 25 de febrero, a su colega, recién estrenada, en el gobierno de coalición de Alemania, Annalena Baerbock, y el pasado lunes, 28 de febrero, tras la reunión entre las delegaciones rusa y ucraniana, en la región de Gomel, en la frontera de Bielorrusia y de Ucrania, aceptó la llamada de su colega ucraniano, Dmytro Kuleba.

Wang Yi

El marco de un posible acuerdo que China va a intentar cerrar entre las partes incluiría tres elementos: la neutralidad de una Ucrania desarmada, el reconocimiento de la soberanía rusa sobre Crimea y sobre todo el litoral del Mar Negro y del Mar de Azov, desde Transnistria u Odessa, al oeste de Crimea, hasta Mariupol y la frontera con la República Popular de Donetsk, al este de Crimea, convirtiendo a Ucrania en un país sin salida al mar, y, por último, el reconocimiento de las dos repúblicas de la región del Donbas, Donestk y Lugansk, como repúblicas federadas, formalmente, dentro del territorio de Ucrania, pero, de facto, independientes de ésta.

Sin duda, sería un descalabro sin contemplaciones si EE. UU. y la Unión Europea (UE) se vieran reemplazadas por China como actor decisivo en la resolución de un conflicto de esta naturaleza, en suelo europeo, por no haber sabido o, aún peor, por no haber querido, con intenciones aviesas, solucionarlo.

En definitiva, la contabilidad del desempeño de Biden, durante este último año, al frente de la política exterior de EE. UU. muestra dos fracasos: uno, en Afganistán, para EE. UU., por extensión, para Occidente y para él; y otro, en su relación con Rusia, para EE. UU., para Europa, quién sabe, si para el mundo, y para él.

Repatriación de marines asesinados en el aeropuerto de Kabul, Afganistán

A no ser que lo que Biden y su equipo pretendieran, en realidad, en este segundo asunto, fuera provocar, indirectamente, este enfrentamiento con Rusia, tras engañar a los dirigentes ucranianos, para disfrutar de su “Wag the Dog” particular, para intentar camuflar los desastres de su gestión, y para hundir económicamente a Europa, a través de sanciones que no tendrán ningún impacto sobre el curso de la política exterior rusa, especialmente, privando a Alemania de su gaseoducto del Mar del Norte o Nord Stream 2.

Encuesta de ABC News y The Washington Post

Queda, aún, por ver cuál será el desempeño de Biden en relación con las negociaciones, en marcha, con Irán sobre su programa nuclear y cómo se desenvuelve su relación con China en el Pacífico.

Todo lo que es susceptible de empeorar, empeora y, pronto, Biden puede multiplicar por dos sus fracasos al frente de la política exterior de EE. UU.

 

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