Desde el reventón social del 18 de octubre de 2019 en Chile, que el ejecutivo de la nación no supo manejar porque entregó el gobierno y, también, la Constitución, el país ha entrado en un doble proceso, acelerado y de horizonte incierto, cuya resultante política podría ir en contra del ciclo virtuoso que surgió del camino iniciado en 1990.
En este proceso combinado de votación para la convocación de una Asamblea Constituyente -el pasado mes de mayo-, cuyos trabajos deberán concluirse en un máximo de nueve meses, y de elecciones presidenciales y de elecciones parlamentarias -entre noviembre y diciembre de 2021-, Chile se está jugando su futuro como nación, su derecho a la libertad y su derecho a la propiedad.
El actual proceso constituyente chileno es el cuarto de la historia de Chile, después de los de 1830, de 1925, que acabaron legitimándose en la sociedad con el paso del tiempo, y de 1980, que, en contraste con lo que ocurrió con los dos anteriores, nunca llegó a conseguirlo completamente.
Desafortunadamente para Chile, la actual Asamblea Constituyente está dominada por fuerzas rupturistas y por fuerzas con ambiciones de refundación, que, al contrario de lo que sucedió en 1980, rechazan todo tipo de diálogo y de acuerdo con sus rivales políticos.
Parte sustancial del desconcierto colectivo que se ha apoderado de los chilenos tiene que ver con el hecho de que los partidos que facilitaron el acuerdo nacional de noviembre de 2019, origen del proceso constituyente presente, obtuvieron, posteriormente, una escasa representación entre los 150 miembros de la Convención Constitucional elegidos el pasado mes de mayo.
Dada la composición de dicha Asamblea, existe el temor, fundado, de que, en un clima de mayor anhelo por el establecimiento de nuevos derechos que, de sus correspondientes deberes, la resultante política de la misma vaya a ir en contra de la trayectoria de éxito de Chile durante las últimas décadas.
El camino de la Convención será pedregoso.
Por ello, existe una gran inquietud en el país sobre el resultado del actual procedimiento constitucional, que podría, también, suponer un cambio del modelo económico.
Sin ningún género de duda, el responsable de que se haya puesto en marcha, innecesariamente, esta transformación es el presidente Sebastián Piñera, quien tomó un rumbo, que nadie le solicitaba, pensando, exclusivamente, en su supervivencia política.
Al final, el fracaso de aquella decisión podría tener responsabilidades políticas y responsabilidades legales que persiguieran al propio Piñera en el futuro.
La realidad es que la Asamblea Constituyente de Chile está poblada de nuevas élites, o, al menos, aspirantes a serlo, con muestras más que evidentes de “hambre atrasada”, con ganas de apropiarse, lo más rápidamente posible, de los privilegios de las anteriores y con más preocupación por el poder, por hacerse con su control y por perpetuarse en su ejercicio que, por las instituciones chilenas.
Los signos son preocupantes de que este proceso, abierto de manera tan excéntrica, acabe por arrastrar el sistema de democracia representativa en Chile, de forma similar a lo que ocurrió en 1973, hacia su ocaso.
De ahí, la importancia de rescatar el espíritu de los grandes acuerdos nacionales y del pacto porque, sin ellos, las constituciones no son sostenibles en el tiempo.
Esa mentalidad pactista, que suele alumbrar los grandes acuerdos políticos, no es extraña a Chile, que cuenta, recientemente, con dos ejemplos de los que puede sentirse muy orgulloso.
En 1971, incluso en un clima de gran polarización política, el Congreso de Chile aprobó, por unanimidad, la nacionalización del cobre, que, todavía, hoy se mantiene vigente.
El acuerdo de 1990, sin existir documento firmado alguno de por medio, ha durado, con éxito, durante dos generaciones.
Chile vive, hoy, en cambio, un período de amnesia política por el que sus dirigentes parecen olvidar que la base del constitucionalismo moderno son las constituciones abiertas, ya que permiten, precisamente, democracias amplias, sin rigideces y con alternancia.
Así son las constituciones chilena o peruana actuales, que, salidas de los regímenes de Augusto Pinochet y de Alberto Fujimori, respectivamente, han permitido, hasta ahora, la vida democrática sin corsés y han tenido la virtud de ser abiertas y de permitir la continuidad democrática, la sucesión de gobiernos de distinto color y la posibilidad de su reforma.
El afán de refundación no es exclusivo de Chile y avanza, de forma interesada y al servicio de la agenda política del socialismo del siglo XXI, es decir, del comunismo en el siglo XXI, mediante la materialización de cambios constitucionales.
De hecho, estas reformas constitucionales integrales que se están promoviendo en toda América y en algunos países de Europa, como es el caso de España, con esa ambición de refundación, responden a objetivos globales de transformación de los modelos políticos y económicos y no, específicos para hacer frente a carencias determinadas o para actualizar textos.
Lo que se persigue, sin más, es instaurar poderes nuevos durante períodos de tiempo ilimitados, como ya se ha hecho en Venezuela, en Bolivia o en Nicaragua y, ahora, se pretende hacer en Perú, en Chile o en España.
Estos movimientos rupturistas siguen un patrón similar.
Sus principales reivindicaciones en América son la demanda, anacrónica, extemporánea y falaz, de lo indígena y de lo precolombino, el cuestionamiento de los éxitos económicos de los modelos de Perú y de Chile, es decir, los países impulsores de la exitosa Alianza del Pacífico, la impugnación de los logros de los procesos pacíficos de transición a la democracia en Perú o en Chile y el debilitamiento del poder institucional para el reforzamiento y para la concentración del poder ejecutivo con el fin de acabar con la separación de poderes y permitir la perpetuación en el poder de los gobernantes.
Dentro de dicho guion, ya probado en otras jurisdicciones de la Región y que se amenaza poner en marcha, también, en España, el llamado en favor de las convenciones constituyentes o de la reforma de las constituciones existentes no es más que una excusa para dar cabida dentro del sistema político a nuevas élites y para convertir a aquellas asambleas o aquellas modificaciones en el instrumento que haga frente y que debilite las cartas magnas anteriores o actuales.
Para conseguir todo ello, el fraude electoral, el populismo o la disrupción del orden constitucional, legal, político o natural existentes son las herramientas de esos proyectos políticos liberticidas.
En definitiva, este plan no es más que la imposición del modelo político y económico cubano a todo el continente, y más allá, en el sur de Europa, empezando por España, de acuerdo con las tácticas y con el manual de puesta en acción de la dirección general de Inteligencia, conocida como G2, del gobierno de Cuba.
El segundo desafío al que se enfrenta Chile, en este contexto tan crítico, es el de la celebración de las elecciones presidenciales y de las elecciones parlamentarias de noviembre y de diciembre de 2021 -unas de las más complejas a las que ha tenido que hacer frente Chile en su historia-, al celebrarse en medio de un proceso constituyente, tras el estallido social del 18 de octubre de 2019.
Lo más razonable es esperar que el próximo presidente de Chile sea elegido el próximo 21 de diciembre, fecha de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, ya que es muy poco probable que ninguno de los siete candidatos contendientes obtenga más del 50% de los votos en la primera vuelta del próximo domingo.
Desde 1938, se han celebrado en Chile 15 elecciones presidenciales, de las cuales 10 las han perdido los candidatos del gobierno y, desde el plebiscito de 1988, se han producido 5 elecciones presidenciales en las que los resultados electorales se han ido polarizando progresivamente.
De los siete candidatos en disputa, los dos que tendrían más posibilidades de pasar a esa segunda vuelta serían Gabriel Boric -quien declara tener como referentes a Pedro Sánchez y a Pablo Iglesias-, en representación del llamado Frente Amplio, que incluye, entre otros, a los comunistas -antisemitas declarados, sin disimulo, sin vergüenza y sin remordimiento- y José Antonio Kast, líder del Partido Republicano, con su programa de defensa de la libertad y de la economía de mercado.
Las encuestas, que, hasta finales de octubre, habían dado como ganador de la primera vuelta a Boric, empiezan a mostrar que Kast podría alzarse con la victoria en la primera ronda de noviembre, aunque con un porcentaje que sería insuficiente para evitar la realización de la segunda vuelta de diciembre.
Es pertinente saber que Boric tiene 35 años, la misma edad a la que Alán García ganó sus primeras elecciones, en Perú, en 1985.
Asimismo, no hace ni seis meses, Boric declaró públicamente que no contaba con experiencia de gestión alguna.
En realidad, Boric es un revolucionario profesional, en el más puro estilo leninista, del que los analistas chilenos dicen que adolece de carácter y de personalidad propias, que nunca, hasta ahora, ha trabajado en su vida y que comenzó, pero, nunca terminó, la carrera de Derecho.
Los analistas chilenos están persuadidos de que Boric, si fuera elegido presidente, intentaría encarcelar a su predecesor, Sebastián Piñera, y ha hecho destacar, entre todas sus promesas electorales, la de revisar todos los acuerdos y todas las medidas de carácter económico que han ayudado a la economía chilena a superar los índices macroeconómicos de muchos países de la Unión Europa (UE).
En Chile se pronostica que, de ganar las elecciones, Boric será tan malo o, incluso, peor para Chile de lo que fue el presidente Salvador Allende.
Gane quien gane estas elecciones presidenciales, el ciclo político próximo será corto, es decir, de no más de cuatro años, a no ser que las fuerzas que quieren refundar la República se hagan con el poder y ya no quieran soltarlo.
Lo que viene por delante a Chile es complejo y difícil.
En primer lugar, se extiende la incertidumbre por el resultado de la Constituyente.
Además, el temor ante nuevas crisis sociales se apodera de amplias capas de la población y los chilenos observan perplejos el surgimiento del rencor porque, sin duda, acabará siendo fuente de más violencia social y de anarquía.
Por último, para una nación tan institucionalizada como Chile, provoca pánico observar la debilidad creciente de su Estado de Derecho y, lo que es, aún, peor, las pocas posibilidades de su fortalecimiento, por lo menos, en el corto plazo.
Un Chile, al sur del mundo, cuyos ciudadanos se han enorgullecido de que se hablara tan bien de él, durante décadas, en todo el planeta, corre el riesgo de que se siga hablando de él, mas, en sentido opuesto, a partir de ahora.
Los motivos para la preocupación están justificados.
En Chile, hoy en día, existen muchos chilenos que piensan, de forma fatalista, que no hay, de hecho, incertidumbre sobre su futuro, sino, más bien, mucha certidumbre de que el actual cuadro político solo puede generar mucho pesimismo dada la constatación, incuestionable, de que el país va por muy mal camino y sin mostrar señales de salida de este bucle autodestructivo en el corto plazo.
Todo tiende a deteriorarse sin parar y los actores políticos están contribuyendo con su desempeño a agravar lo mal encaminada que está la crisis política actual.
Prevalecen, así, el vacío político existente desde el gobierno, la falta de liderazgo, los incentivos que encuentran los grupos a dejarse arrastrar hacia el tribalismo, los juegos de hegemonía mediante los cuales unos se quieren imponer a otros, sin considerar la opción de los acuerdos, y, en definitiva, la apuesta generalizada por la dispersión política en la ilusión, vana, de que ésta favorecerá a los grupos y a los dirigentes menos malos.
Vienen años muy difíciles para Chile, de limitado crecimiento económico, de recomposición de los partidos y de cambios políticos, incluyendo el del régimen presidencial y el de la forma de gobierno.
El edificio institucional chileno, orgullo de los chilenos y de América Latina, la paz social, la prosperidad económica y la estabilidad política, que colocaron a Chile en los umbrales del desarrollo pleno, tiemblan ante el embate del comunismo en el siglo XXI.
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