Salvador Sostres el 18 mar, 2020 Llevo seis días sin ir al restaurante. Esto no me sucedía desde 1993, cuando regresé de estudiar el COU en Dublín, recién cumplidos los 18. Al principio presumía de restaurantes, los mejores, los más lejanos, los más caros, como otros presumían de la ropa o de las chicas, algunos del primer coche y los más tirados de una de aquellas motos. “Yo quería jugar en el Madrid y volver en haiga un día al barrio”, Víctor Manuel lo canta. Pero enseguida los restaurantes dejaron de ser mi excentricidad para irse convirtiendo en mi vida, y todo lo que tenía lo gastaba en Via Veneto, en Botafumeiro o en Yashima -en Gorría o en Gaig, también pero menos- y eran las mejores casas de aquella época. No tenía otro ocio ni lo podía imaginar, pero tampoco se me ocurría de qué otro modo podía relacionarme con los demás, y era sincero y no era una impostura, y como era el que más dinero ganaba de mis amigos -era de hecho el único que ya ganaba dinero- solía pagar yo. Esta fue la primera lección porque dinero es siempre la primera lección. Aprendí que si quería hacer las cosas a mi manera, y que los demás se adaptaran, y obedecieran, porque al final se trataba de eso, no sólo no podía pasarles la factura, sino que tenía que reivindicarla. No creo que fuera comprarles. Creo que fue mandar. En el restaurante aprendí a mandar, que por supuesto es pagar, pero no sólo pagar. Hay que saber entrar en un restaurante. Si entras en un restaurante y es como si no hubiera pasado nada,es un desastre. Es lo que dice Felipe González sobre las puertas giratorias: que uno que sólo sirve para ser alcalde de su pueblo, probablemente tampoco sirva para ser alcalde de su pueblo. El restaurante es el centro del poder civilizado. Quien sabe comportarse en un restaurante, sabe comoportarse en cualquier parte, y así me educó mi abuela y es así como yo he educado a mi hija. El resumen de todo esto fue para mí Via Veneto, mi educación sentimental, el descubrimiento del poder y de las jerarquías, de las normas de la comunidad, y el muy distinto resultado, tantas veces trágico, que tiene hacer las cosas de una manera o de otra. Y si Via Veneto fue mi primer cuento hecho realidad, mi primer castillo imaginario visitado, a los cinco años, para celebrar el aniversario de bodas de mis padres, antes de que el Paraíso se me extraviara; mi restaurante decisivo, el que para siempre me cambió la forma de escribir, de amar y de vivir, fue El Bulli. Yo era uno de 17 años cuando por primera vez mi madre me llevó a El Bulli. Estaba aún en Dublín y me dijo que mi regalo de los 18 era un vuelo a Barcelona para celebrarlo. Desde Irlanda convoqué a mis amigos para cenar y celebrarlo. Cuando llegué al aeropuerto y vi que mi madre tomaba la dirección contraria, le pregunté por qué y me dijo que su verdadero regalo era mi primer Bulli. Yo había conocido a Ferran Adrià en Semon, fue durante algunos años nuestro jefe de cocina, porque aunque a mi abuela no le gustaba nada aquella cocina, era muy lista y sabía distinguir a un genio. Ferran, durante los meses que El Bulli estaba cerrado, trabajaba con nosotros y puso al día la cocina de Semon, creando algunos platos que aún perduran. Su fichaje fue el mejor golpe maestro de mi abuela, y tuvo unos cuantos. El caso es que nos llevábamos muy bien, con Ferran, que me parecía un tipo encantador y sentía un gran respeto por lo que intentaba hacer en Rosas, pero no me interesaba lo más mínimo, porque yo era entonces un comedor de foie y macarrones sin ningún otro horizonte, y sin embargo tan seguro de haberlo conocido todo. Además, tenía una cena organizada con mis amigos, y tuve que pedirle a mi madre parar en una gasolinera para llamar a todos y cancelarla. De un terrible humor, y pensando que era el tipo más desgraciado de Cataluña, llegué a El Bulli, puse buena cara por no parecer un estúpido pero me senté sin ningunas ganas, enfadado, y pensando en lo que me estaba perdiendo. El primer plato fueron unas ostras y unas almejas crudas con un granizado de tomate. Fue también mi primera ostra, y por supuesto mi primer granizado de tomate. Cuando me lo sirvieron estuve a punto de decirle al camarero que no me gustaba y que se lo llevara, pero tuve la intuición de algo y pese a mi mal humor decidí probarlo y bastó un bocado para entender que hasta entonces había estado equivocado. Rompí mis poemas -porque yo entonces quería ser poeta- cambié de modo de pensar, más de método que de ideas, y descubrí el sentido de la línea recta, la verticalidad como única solución literaria, moral y vital, y que hay que hacerse con la esencia de las cosas a través del detalle que te permite, en su brecha, acceder como un rayo de luz a ella. Yo era uno que había ido a El Bulli en un mundo que todavía admiraba a Santi Santamaría. Era como haber regresado de la muerte y poder contar lo que había, y nadie me entendía, pero yo sabía que había hablado con Dios y que mi Palabra era la única. Y desde entonces hasta que cerró El Bulli nunca me dio ganas de comer, sino de escribir. Nunca he escrito un artículo gastronómico de El Bulli, primero porque un día que intenté hacerme el listo, Ferran me dijo: “Aquí el nivel creativo lo ponemos nosotros y tú has venido a disfrutar”; y segundo, porque lo que siempre me importó de El Bulli fue la vida. El talento. El rayo de luz. He ido más veces a El Bulli que libros he leído. Le debo más a Ferran que a cualquier poeta. Si no hubiera leído nada, escribiría del mismo modo. Si no hubiera ido a El Bulli, yo no sería quien soy, ni Maria sería como es, y desde luego esta página tendría puntos y a parte, aunque en realidad nadie la escribiría. Y hoy hace seis días que no voy a un restaurante, y si yo no he ido yo, no ha ido nadie; y una ciudad sin restaurantes no es una ciudad, no hay poder sin restaurantes, ni vida social, ni jerarquía, y da lo mismo estar que no estar y es como si el tiempo quedara suspendido, como si nadie estuviera al cargo de marcar el ritmo, de señalar lo que importa y lo que es banal, de elevarse por encima del resto con su presencia segura, inspiradora, definitiva. Volveremos a llamar al restaurante y volverá bastar nuestra voz para que le vuelva el pulso a la ciudad. Procuraba reservar el mismo día, según mi estado de ánimo concreto, y esa llamada me estructuraba la mañana. En todo lo que mientras tanto hacía, en todo lo que pensaba, en todo lo que escribía estaba el ánimo de saber dónde comería. Unas veces eran los platos, otras la comodidad, a veces era sólo el aire. Dalí dijo que si pudiera salvar sólo una obra del Museo del Prado en llamas, salvaría el aire de Las Meninas. El aire cuesta de explicar pero pesa más que la sustancia. Y en este aire, que perdura pese al cierre, he decidido ayunar hasta que volvamos. El líquido que tenía que tomar para una colonoscopia -aplazada- será el cañoneo que dé inicio a mi abstinencia. Comer para mí ha sido siempre comer en el restaurante. Cocinar no sé y lo de Glovo es barbarie: es el monstruo glotón, enfermizo, culpable, al que me tomará trabajo contener, pero voy a hacerlo y mi victoria será la de mi cuerpo, que hace tiempo que reclama un descanso; y la del mundo civilizado, que responderá con mi ayuno a la afrenta de que le hayan cerrado los restaurantes. Otros temas Comentarios Salvador Sostres el 18 mar, 2020