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Blogs French 75 por Salvador Sostres

Una educación sentimental

Salvador Sostres el

1.

Antes de internet, conseguir citas era mucho más complicado. No podías mandar fotos, ni recibirlas, ni había chats, ni modo de comprobar la exactitud de la descripción que tu interlocutor hacía de sus características. Era complicado, pero sobre todo escaso y arriesgado. Luego todo cambió muy rápido. Pero la edad analógica fue de una sequía que los jóvenes de hoy no podéis imaginar. Yo sabía de una ‘hotline’ que te conectaba con impacientes buscadores de lo mismo que tú. Preguntabas «¿qué buscas?», y si no te interesaba, pulsabas el 3 y saltaba otra llamada. La mayoría eran hombres, algunos homosexuales. Chicas había pocas y menos de Barcelona. Pero de vez en cuando podía tirar del hilo de una voz sugerente; o sugerida por la necesidad, que había mucha en mi época, o por lo menos en mi caso. Era el otoño de 1995, yo tenía 20 años. Sin fotografías, sin móviles y tras una conversación de pocos minutos en la que nos habíamos intercambiado datos físicos elementales -peso, edad, altura, color del pelo, barriendo siempre para casa-, además del respectivo gusto por determinadas guarradas, quedé por fin con una chica. Tenía que llamarla desde una cabina telefónica cercana a su casa y ella bajaría a buscarme. El taxi me llevó por calles que parecían las de Sarajevo que justo aquel año habíamos mandado bombardear, pero estaba tan emocionado pensando en cómo sería la chica, y por las eventualidades a las que la noche se me abría, que nada me importó hasta que llegué a la cabina, metí las monedas y marqué el número que había anotado en un trozo de papel. Justo antes de colgarme, y dejar el teléfono descolgado para que no la pudiera volver a llamar, me reprochó, indignada: «¡Me habías dicho que eras castaño y eres ‘to’ calvo!».

Aunque acusé el golpe, destruida la excitación y regresado de golpe a la frustración habitual, el principal sentimiento que noté que me invadía fue el pánico de encontrarme solo en aquel tremendo barrio, sin la menor idea de dónde estaba, ni GPS, ni taxi que quisiera arriesgarse a deambular por aquellas afueras de cualquier atisbo de lo civilizado. Aterrado y sin rumbo cierto, vi a lo lejos una comisaría de los Mossos d’Esquadra y entré en ella victorioso como cuando he llegado al Ritz. Pregunté por el superior, le conté mi naufragio, nos reímos juntos como aún en 1995 podías con un poli reírte de estos asuntos, y muy amablemente, y sin que tuviera que pedírselo, me acompañó a casa. Mis padres ya dormían. Mi hermana también.

Sólo Raquel, la asistenta -cuarentona, dulcísima gallega- estaba despierta. Me preparó algo para cenar, le expliqué lo que me había ocurrido, nos bajamos tres Baileys con hielo, fumamos todo el Marlboro que le quedaba, y cuando ya me retiraba me tomó de la mano, me metió en su cuarto, se puso de rodillas y mientras me desabrochaba me dijo «es que si no, no vas a poder dormir tranquilo». No había internet pero estaban más unidas las familias.

2.

Yo aprendí lo trágico escuchando cómo mi abuela follaba de usted con su encargado. Aprendí lo trágico, lo descarnado, pero sobre todo me impresionaba que mientras jadeaba y se pedían guarradas lo hicieran de usted. Subrayaba la jerarquía, la orden dada con morbo pero con desprecio, y obedecida tal vez con asco, pero seguro que con respeto. De usted. Era lo que no tenía que ser y era, casi como un incesto, un secreto más que oscurecía a mi familia. Yo ya de niño dormía interrumpido y en la casa del verano me levantaba varias veces en la noche, al baño o a la nevera, y escuchaba los ruidos de los amantes que no podían imaginar que yo estuviera despierto.

Mi abuela era luego violenta con su encargado pero yo sabía lo que habían estado haciendo. Y la mentira en la que aquella escenificación se basaba, la mentira que nadie más sabía, y todo el mundo creía que no se soportaban, a mí me daba un poder sobre la realidad, sobre la ignorancia de los demás, sobre la culpa de mi abuela, y aunque nunca lo utilicé como chantaje, tampoco nunca más viví en el temor de Dios ni en la obediencia, y empecé a hacer sin pudor lo que me venía en gana, y sin ningún miedo a que nadie me lo reprochara. Mi contabilidad interna se había puesto en marcha. Si mi abuela hacía aquello, yo tenía mucho, mucho margen. Era trágico porque era mi abuela, era trágico porque la estructura se me vino abajo, era trágico porque sabía la verdad y no podía dejar de saberla y yo prefería una y mil veces el candor de la inocencia, aunque fuera un engaño, que los ensayos de transgresión en la intemperie.

Era trágico también porque yo quería al encargado como a un hermano mayor y se estaba tirando a mi abuela. Pero sobre todo era trágico porque el mundo estaba desordenado y yo no podía hacer nada por devolver las piezas a su lugar. Todo estaba desordenado por el sexo, que yo aún no comprendía pero que ya tiraba de mí del modo más bruto y humillante, supongo que como de todos los chicos a los once o doce años, y lo que había visto en las revistas y escuchado en los jadeos y otras conversaciones de adultos, siempre a medias porque estaba el niño, era de una tremenda sordidez y tenía mucho más que ver con el pecado, lo obsceno y la destrucción que una manera bonita de completar dos vidas.

Aquella fue la primera vez, luego vinieron todas las demás. Yo siempre he conocido las cosas por donde se rompen, y el sexo en la bisectriz que al juntarse dejaba mi mundo expuesto con toda su crudeza, sin ningún subterfugio, cordero sacrificado, agotado el crédito y es tu problema, Salvador, si quieres continuar teniendo esperanza. Tú verás en qué y por qué, y de cuánta fuerza dispones. Éste es un camino solitario.

Han pasado los años. No me persiguen los jadeos de usted en la noche, pero me doy al sexo con la misma brutalidad y aunque trato de evitar la sordiez, fracaso en la mayoría de ocasiones. Siempre es algo sucio, ansioso, robado, brusco, que tan cerca está de aburrirme como de excitarme o de darme asco. Hay algo fisiológico y luego otro vínculo más atávico, pero nunca es elaborado, ni fluye con el dulce enamorado; y el interés se desvanece en el preciso instante de ser consumado y me levanto y me aparto a toda prisa como si huyera de la escena del crimen justo cuando está llegando la policía.

3.

Mi vida es sólo lo que puedo escribir y lo que no se puede no es mi vida, ni por supuesto literatura, ni nada que a mí me pueda importar. Mi hija se escribe, mi mujer se escribe aunque ella no querría, pero yo le digo que sí y no es por joderla, sino porque quiero que exista, la necesito, es la única a la que necesito y sólo le pido que se me dé tal como la recuerdo cuando por haberla tratado mal tengo mala conciencia y pienso que sería genial que ahora estuviera aquí a mi lado, pendiente de mí, haciéndome caso sólo a mi y no esas cosas que hace de hablarme mientras pone lavadoras, o censura cualquier plan porque es cansado, o lejos, o caro, qué le importa a ella que sea caro, desde cuándo los paga; me gusta mucho mi esposa cuando la pienso, cuando la recuerdo, me gusta cuando veo sus méritos y sus virtudes reflejarse en el Cielo. Pero cuando vuelves todo es difícil todo está enredado nada fluye el recuerdo se enmaraña se envilece. Salen los defectos las virtudes duermen.

Yo te necesito como mi esposa que nunca falla en la reuniones sociales que siempre eres lo mejor de mí mismo; y que nadie se fija en mí estando tú en la mesa y todos dicen cuando nos vamos que algo debo de valer si tú estás a mi lado. Tú necesitas un marido para estar tranquila. Yo necesito una cómplice para estar enamorado. Tú quieres pactar con la realidad. Yo quiero que la realidad venga de rodillas a pactar conmigo. Nos parecemos más de lo que parece, aunque también estamos más lejos de lo que creíamos estar cuando nos conocimos y nos casamos. Ahora tenemos a nuestra hija, María, como un puente entre ambos. Un puente que no es cínico ni para ti ni para mí, un puente que es la mejor y casi única verdad que tú y yo hemos dicho juntos en tantos años. Es una verdad tan bonita y tan audaz que yo no sé si queda alguna otra verdad por decir tan hermosa en este mundo.

Mi vida es lo que escribo y lo que no escribo ni es mi vida ni forma parte de mí y me daría vergüenza que alguien lo relacionara conmigo. Yo escribo, yo soy padre escribiendo, yo soy marido escribiendo, yo soy amigo escribiendo, yo soy Salvador escribiendo y si no escribo no soy yo y además no me importa.

No me gustan y los aborrezco los escritores que enseñan a escribir a los jóvenes que empiezan, y dan vergonzosos consejos que ellos mismos saben que son falsos y no sirven para nada. No me gustan los poetas mediocres que se refugian en la columna para intentar verter en ella los restos de azúcar que el poema no acepta. Deploro con todas mis fuerzas a los impostores que banalizan la literatura com teorías deprimentes y con lecciones que no va ninguna parte, con metáforas que se caen en mitad de la metáfora y no resisten la bomba de cinismo puesta bajo su alfombra.

Es importante saber que esta bomba tarde o temprano explota, y que mi labor no es el recuento de cadáveres sino explicar cómo y por qué quedaron tendidos en el suelo.

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