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Blogs French 75 por Salvador Sostres

La Guía Michelín es un fraude

Salvador Sostres el

Tengo entendido que hace unos días se organizó una cierta bronca en Twitter a propósito de la desgracia que para la cocina española es y significa la Guía Michelín; y que se pronunciaron en este contexto algunas graves consideraciones sobre el chef Santi Santamaría, fallecido en 2011.

La discusión empezó en una cuenta llamada “Artículos de Sostres”, gestionada por un amable lector gallego que tiene la diaria bondad de difundir mis artículos a través de las redes sociales.

Yo no estoy en Twitter. Considero que es el gran váter moderno, una fosa séptica humana -según sentencia de David Gistau-, un submundo sin ningún interés ni ninguna decencia donde campan toda clase de mediocres, perdedores y resentidos que consumen su rabia y su odio contra el mundo real. Twitter es la cloaca de la vida y mi relación con mis necesidades fisiológicas no es dialogar con ellas, sino tirar de la cadena.

Sólo muy de vez en cuando, si tengo la necesidad de contactar con alguien, uso la mencionada cuenta para hacer breves y profilácticas incursiones en la pocilga, de la que intento huir cuanto antes. En cualquier caso he de decir que no estuve presente en la trifulca del otro día, aunque comparto los conceptos fundamentales que valientemente expresó mi amable lector gallego.

La Guía Michelín es una guía francesa que se basa en las normas de la cocina francesa para dar a conocer y premiar a la cocina francesa. Es una guía privada y puede por lo tanto hacer lo que considere oportuno; y es una guía francesa y por lo tanto es normal que defienda los intereses de los cocineros franceses.

La gran victoria de Ferran Adrià, de la mano de Rafael Anson como embajador en el mundo, no fue El Bulli en sí mismo ni su liderazgo internacional. Fue la libertad. El Bulli significó la superación de la cocina francesa gracias a la libertad de mezclar dulces y salados, de alterar lo que hasta entonces se consideraba el orden natural de una comida; El Bulli revolucionó los puntos de cocción y las texturas, para pasar a revolucionar a continuación las técnicas culinarias y la concepción misma de la cocina, del comensal y de la sala.

Ferran Adrià supuso la superación de la cocina francesa y de la concepción de la cocina francesa, que poco a poco se fue hundiendo en su fatua crema de leche hasta quedar ahogada en su pesada, carísima y redundante intrascendencia actual.

Hace veinte años, los considerados diez mejores cocineros del mundo en cualquier lista o competición eran franceses: la cocina francesa dictaba las normas que favorecían a los chefs franceses, y a su vez las guías, casi todas francesas, -con la Michelín a la cabeza- puntuaban a los restaurantes de todo el mundo según la ortodoxia francesa, de modo que la victoria local estaba asegurada. Hoy no sólo no hay ningún francés entre los diez mejores cocineros del mundo sino que no hay más de dos cocineros de entre los elegidos que sean del mismo país. Hay que decir, en defensa de Michelín, que hubo un tiempo en que la mayoría de grandes cocineros eran franceses, y que Francia fue el primer país del mundo en tomarse su cocina en serio más allá del costumbrismo, y a entenderla como un sector estratégico de su economía. La contribución que en este sentido hizo Michelín fue sobresaliente, hasta convertirse en la guía gastronómica más importante de todos los tiempos (hasta hace un par de años, o tal vez tres).

Pero llegó Ferran, llegó su revolución, y la Michelín tuvo que elegir entre la gastronomía y Francia, y eligió Francia, sumiéndose en una vulgaridad infinita, en un juego sucio decepcionante, y en una mentira tan gorda que al final se convirtió en fraude.

No sólo se ha dedicado a sobrepremiar a restaurantes sin ningún interés, y que constituyen una sangrienta burla de lo que una vez fue la gran cocina francesa; sino que ha disparado con bala contra la cocina española, que es hoy -sin duda- la más avanzada e interesante del mundo.

La primera mezquindad de Michelín fue convertir a Santi Santamaría, un afrancesado popmpier, en el referente de la cocina catalana y española, para tratar de silenciar y hasta de ridiculizar la revolución de Ferran Adrià. Le dieron enseguida las tres inmerecidísimas estrellas, mientras que Ferran tuvo que esperar cuatro años entre la segunda y la tercera. Como me niego a creer que Michelín España tenga a inspectores incapaces de detectar la apabullante superioridad de El Bulli, sólo puedo achacar tan injustificable retraso a la mala fe, a las ganas de hacer daño no sólo a Adrià sino a un país que con toda la justicia y todo el talento se abría camino hacia el liderazgo mundial, y se encontró a la Michelín, chovinista y fraudulenta, como un tanque contra cada una de sus esperanzas.

Ferran aceptó las estrellas pero nunca rindió pleitesía a la Guía: es más, ha señalado siempre sus fraudes y su falta de dignidad. Michelín, acostumbrada al servilismo canino de los chefs triestrellados, además de chovinista y fraudulenta, se ha puesto contra Ferran rabiosa como una niña pequeña, y ha castigado a sus restaurantes y a los de sus cocineros. Dos Palillos, Disfrutar y Pakta son, los tres, tres estrellas clarísimos. Kru, Hoja Santa y Tíckets merecerían, como mínimo, dos. Pero ahí está Michelín engañando a su público, premiando a restaurantes mediocres hasta decir basta (Lasarte y Àbac tienen dos estrellas cuando lo que merecerían es una patada en el culo), para que cuando los foodies visiten Barcelona piensen de nuestra cocina que “no hay para tanto”. Hay que ser retorcidamente mediocre para comportarse con tanta ignominia.

La Guía Michelín es efectivamente un atentado contra la cocina española, perpetrado del modo más miserable; pero tal vez no nos afectaría tanto si España, como Francia, hubiera sido capaz de darse cuenta de que la gastronomía es un sector estratégico de nuestra economía, donde de verdad destacamos y lideramos. Tal vez si como Estado hubiéramos invertido en la promoción de nuestra gastronomía un diez por ciento de lo que hemos invertido en nuestro teatro y en nuestro cine, que muy poco destacan en el mundo, y no lideran nada, ahora tendríamos un sector estructurado como Dios manda que nos permitiría beneficiarnos del extraordinario talento de nuestros cocineros, no habríamos tenido que aguantar tantas lecciones ni tantas pancartas de actores y directores de pacotilla, y nos habríamos ahorrado mucho, muchísimo dinero.

También es cierto que, en general, tenemos unos críticos gastronómicos poco cultos y muy corruptos, con un gusto muy poco educado y de una inteligencia francamente menor. La crítica gastronómica en España, salvando contadísimas excepciones, es vulgar, no tiene elevación, no incluye ninguna idea positiva de la vida ni pone en relación lo gastronómico con las categorías del pensamiento; y así se marchita en lo anecdótico, en lo banal, en lo gástrico. No sé si es causa o efecto, pero tampoco ha ayudado demasiado que los periódicos serios dedicaran sus páginas más frívolas a la gastronomía. Resulta a todas luces incomprensible que las páginas de la sección de Cultura presenten cada semana críticas de cine o de teatro y en cambio nada opinen de los grandes restaurantes que tenemos, de muy superior calidad y de mucha mayor proyección internacional que la de nuestros penosos y pedantes caricatos, salvando las excepciones que haya que salvar.

Michelín es un fraude, pero la falta de respeto con que España trata a su gastronomía es mucho peor. En muchas cosas hemos mejorado increíblemente, pero en nuestra concepción sobre la alta cocina se nota que hace dos días que pasábamos hambre, y por lo tanto cualquier referencia gastronómica nos parece una ostentación. Esto es atraso, atraso intelectual y moral, el mismo atraso que nos lleva a tirar el dinero para subvencionar nuestro teatro horrendo y que nadie va a ver, y nuestro cine que no tiene ninguna importancia. Atraso, complejo, rendición intelectual ante un mundo que siempre fracasó y que nos impide brillar en lo que de verdad somos buenos.

Una mención final para Santi Santamaría, una de las peores personas que jamás he conocido. Un hombre malo, abyecto, deleznable. Un mediocre envidioso que dedicó sus últimos y lamentables días a insultar a Ferran Adrià en nombre de no más que mentiras; y que quiso plantear unos conceptos éticos en la cocina que él era el primero que vulneraba con su coquinaria atroz, recargada, fútil, sin ningún deseo de mundo mejor, y sólo apta para ignorantes, farsantes, bomberos, y personas que quisieran algo para comer mientras miraban un partido del Barça. Santamaria, que era amigo de Ferran, y uno de los mejores clientes de El Bulli, murió de resquemor cuando el talento de su colega cristalizó, y en lugar de ayudarle, y de acompañarle, y de construir juntos el nuevo relato, oscureció de ira y quiso destruirle. No es sólo que quisiera hacerle daño a uno de mis más queridos amigos -que con eso me hubiera bastado para combatirle sin cuartel, y sin prisioneros- sino que quiso destruir al genio vivo más importante que tiene y tenía la Humanidad, y defenderle tendría que ser la causa de cualquier hombre culto y civilizado. Fue signo de la humanidad tarada de nuestros críticos gastronómicos, y de la indecencia de la Michelín, que nunca se pronunciaran de un modo categórico contra el mayor miserable que ha dado la cocina española, ni defendieran con toda la épica a su mayor genio. Estuvimos solos, los de siempre solos, just like so many times before.

Entre Santamaría y la Michelín hay un mismo resentimiento, un mismo odio, una misma España fatua que desprecia, exilia o mata a sus genios, y una misma hambre como inevitable telón moral que hace que todavía demos tantas y tantas bestias, tantos críticos gastronómicos más hambrientos que cultos e inteligentes, y tanta claca dispuesta a aplaudir siempre al más zafio.

Michelín fue nuestra guía, y tanta es la nostalgia que sentimos de lo felices que fuimos comiéndonos el mundo con ella, que hasta para despreciarla escribo artículos tan largos y sentidos cómo este. ¡Qué lástima que te volvieras aldeana, como Santi y su papada!

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