ABC
| Registro
ABCABC de SevillaLa Voz de CádizABC
Blogs French 75 por Salvador Sostres

Las frases subrayadas

Salvador Sostres el

Mis sueños han empezado a hablarme. A decirme cosas concretas con imágenes y situaciones que cuando despierto no me cuesta recordar. No son sueños aleatorios, que se desvanecen, imágenes caprichosas que podrían ser otras. Cuando me levanto no necesito apuntar nada y lo más difícil es distinguir la fina línea entre lo que ya en la realidad se ha dado y lo que de momento sólo era ensoñación. Son sueños plausibles, que tienen que ver con mi vida, y que la ajustan. De alguna manera me muestran lo inevitable, pero no en una oscura bola de cristal, sino a través de lo inevitable que hay en mí y que es lo que tarde o temprano acabará precipitando los acontecimientos de un modo muy concreto.

En el último sueño yo comparezco callado, escuchando a un querido amigo empresario, hablando de mí a otros como si yo estuviera. Les cuenta lo que voy a hacer, en qué voy a equivocarme y cómo él va a tener que arreglarlo. El tono es amable pero definitivo. No hay desprecio pero tampoco hay margen. Asumo que tiene más información de mi vida, y mejor; y de un lado me siento tranquilo, ante la solución inminente que para todo tiene, y del otro me siento pequeño, irrelevante y por primera vez estoy callado no porque nadie me lo mande sino porque no sé realmente qué decir. Se me han acabado los problemas pero también la sensación de control. La angustia no desaparece: muta.

Alguien me sirve champán y un secretario me trae unos folios con mis artículos imprimidos y algunas frases subrayadas. Entonces me doy cuenta de que mi labor es explicar más detenidamente estas frases que ha señalado mi querido amigo empresario. Son las más importantes y oscuras. Me obligan a escribir desde una introspección y una intimidad que ni siquiera yo suelo explorar en mis artículos. Escribir, y escribir desde ahí, me da fuerza, y recobro la sensación de poder. Quizá no sobre mi vida, pero sí sobre mi artículo, o sobre el artículo de mi artículo. Es suficiente para mí. Siempre lo ha sido. Escribo dos o tres textos. Son largos, difíciles. Luego vuelvo a escuchar la conversación que aún sobre mí mantiene con terceras personas, cuyo rostro ni veo ni me importa. Ahora ya no habla de los errores que voy a cometer, sino de lo que haremos esta tarde. Cada actividad tiene que ver con solucionar los nudos de fondo sobre los que acabo de escribir y que él no ha podido leer todavía. La soluciones que me ofrece, de tan elementales, me hacen sentir ridículo. Elemental no significa fácil, sino falto de recovecos, de misterio. Lo primero que ha dicho es que iremos a que me abra una cuenta corriente “de las mías”. “De las mías” lo dice él, por lo tanto quiere decir de las suyas. Le miro con una mezcla de agradecimiento y de nervios y siempre dirigiéndose a los demás interlocutores explica, como si ya le estuviera dando la orden al banco, a qué se refiere: “En las mías siempre hay un millón de euros y cuando gastas se vuelve a rellenar”. Y entonces mi primera sensación es muy agradable. Continúo callado pero se me dibuja la sonrisa de cuando gano. Él continúa hablando y empiezo a pensar en mi nueva cuenta tan fantástica. Me he quedado tan tranquilo, tan relajado, tan ajeno al deseo de cualquier metáfora, y las ideas que se me ocurren tan básicas, tan de buscón venido a más, secretaria a la que le ha tocado un sueldo vitalicio juntando unas etiquetas de Nescafé, que me pregunto si mi vida entera no habrá sido modo de asegurarme el dinero. Tanta supuesta elevación, tanta espiritualidad, tanta poesía interna de las cosas, y nunca había sentido esta calma, esta paz, este equilibrio zen -¡zen!-, la sensación de estar haciendo el verdadero promedio con el mundo. Me abruma pensar que ni Dios aparecido para confirmarme su existencia inequívoca me habría dejado más tranquilo. “Tal como me siento ahora mismo”, pienso, “me convendría de hecho mucho más que no existiera, porque si viera mi afán, se enfadaría conmigo”.

Vuelvo a escribir los comentarios sobre mis artículos, que me hacen descender a profundidades cada vez más doloridas. Escribo como si sangrara. No puedo pensar en nada más. Si paro de escribir y escucho a mi amigo y bebo champán, me vuelve la paz y ahora está explicando el mecanismo de cómo el millón en la cuenta se vuelve a rellenar. Cuando vuelvo a escribir, cada frase subrayada me exige más, y aún no he terminado la frase y ya él la está comentando en el salón, y plantea cada vez una solución más elemental, y más inmediata, como si lo que estoy escribiendo para él, en aquel mismo instante, ya hubiera leído mucho antes.

Los que le acompañan se levantan, se despiden y se marchan, siempre sin rostro, y siempre sin que me importe quiénes son, y él acerca entonces su butaca a la mesa en la que escribo y por primera vez en todo el sueño se dirige a mí: “No ensucies nunca lo que escribes. El dolor es inevitable, como eres inevitable tú. Los agujeros hay que decirlos. Ni siquiera explicarlos. Basta con decirlos, repararlos y continuar. No son vergonzosos. Son pérdida de tiempo”. Justo entonces me ha despertado un mensaje de mi amigo en el iPhone. “Me ha gustado mucho tu artículo de hoy sobre los sueños. Pero hay algunas frases que no entiendo. Comemos y me las explicas. 13:00 Via Veneto”.

Otros temas
Salvador Sostres el

Entradas más recientes