He visto The Dresser. Tiene demencia o algo pero también la función del Rey Lear con todas las entradas vendidas. Anthony Hopkins es un actor ya en su ocaso. Todos creen que debe cancelar menos su ayudante de cámara, interpretado por Ian McKellen, que cree en su señor, en el deber de su señor y de todos los hombres libres, y sabe prepararle el ánimo, el letal instinto y el cuerpo -aún fuerte aunque ya muy gastado- hasta empujarlo al escenario.
Su mujer, la del actor, le reprocha que dedique tanto tiempo a su trabajo a cambio de una vida de precariedades; y que no asuma su decadencia, y su enfermedad, y deje de una vez de actuar. Muchos creerán que esta esposa tiene razón y muchas esposas reprocharán lo mismo a sus maridos.
Pero un hombre es su trabajo. Shakespeare, los escenarios. Un hombre es su función de cada noche y estar enfermo no existe y tampoco lo que la mayoría llama “vida” oponiéndolo a su labor. La vida es lo que haces, la vida es sangrar en lo que haces, exprimirte hasta que no quede nada y al día siguiente, otra vez vuelta a empezar. Un hombre es su vigor decadente, sus últimas fuerzas que suelen ser las más bellas y la agonía de Juan Pablo II iluminó al mundo.
El silencio de la página en blanco, las butacas justo antes de que entre el público, el ruido que hacen de noche las casas y que me gusta escuchar mientras escribo. La mujeres vienen y las mujeres se van. “No me necesitas para ser feliz”, me dijo mi mujer para marcharse. “Si así fuera sería un escándalo”, quise decirle, pero no se lo dije. Es lo que sobre estos versos de Emilio Prados, evocando la felicidad del verano del 36, antes del alzamiento -“cuando era primavera en España/ junto a la orilla de los ríos/ las grandes mariposas fecundaban los cuerpos desnudos de las muchachas a”-, Jaime Gil de Biedma escribió: “si eso ocurría, el Ejército tuvo razón en echarse a la calle”.
Está el programa del día y del día siguiente, la función, la empresa, el verso. Hay una épica de la continuidad de las cosas y es la única que nos ayuda a no volvernos locos. Hay un lugar en el mundo que a cada cual le pertenece y una manera de llenarlo y de darle sentido. No hay amor, amor verdadero, sin tarea. La tarea concreta de cada día desde la que luego los sentimientos son creíbles. Y lo que decimos.
Anthony Hopkins no se hace el loco, sufre realmente demencia, llora como un niño, cree que no puede. Y poco a poco regresa a la cordura a través de su ayudante de cámara que cree tanto como él en el oficio y en el honor de llevarlo a cabo sin excusa. Anthony Hopkins está perdido y seguramente lo sensato es lo que su mujer le exige, pero en su rudeza y en su agonía, en la adversidad y en su locura encuentra el camino que le devuelve a la vida a través de su trabajo: a través de lo que sabe hacer y de lo que sabe que tiene que hacer, del respeto al público que ha pagado su entrada, del profundo respeto a lo que el público espera de él y él sabe que le debe.
Ésta es la educación fundamental de un hombre. El aseo fundamental de cualquier virilidad. Sin una posición que reclamar, sin un muro que defender, un hombre no puede llamarse hombre ni está en condiciones de defender a su familia. Oponer familia a trabajo es oponer economía a salud, como se ha puesto de moda que los reaccionarios hagan ahora.
Sólo escribir llena mi mi vida y sólo escribiendo, y sólo porque escribo, le puedo explicar a mi hija lo locamente enamorado que estoy de ella, y sólo porque yo soy la arquitectura de mis artículos puedo subir con ella a una montaña rusa como si le estuviera enseñando a leer la Eneida y tuviera el mismo y profundo sentido.
Lorca lo escribió para quejarse pero es verdad, los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.
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