Ha muerto el periodista Manel Cuyàs, símbolo de la corrupción en Cataluña. Hay una manera de corromper que es oscurecer el aire que a tu paso dejas. Cuyàs dejó un sórdido rastro de abulia y tristeza por donde pasó y todo lo que hizo contuvo la miseria de fondo de haber impedido que alguien lo hiciera mejor. Cada país tiene un momento en que puede hacer mejor las cosas y un Cuyàs que como una piedra atada al pie lo retiene bien al fondo del pozo. Su prosa previsible, mediocre, Mataró, tuvo siempre que ver con la Cataluña oportunista y deprimida, la que favoreció que la trama recorriera el país como un río sórdido de asco y de miedo mientras él entretenía a los fanáticos y a los ignorantes con los sus lamentables juegos de palabras.
Escribió en El Punt, convertido luego en El Punt Avui, el diario más subvencionado por la Generalitat en Girona. No tengo ninguna prueba para acusarle de robar, pero el dinero que había en circulación, de donde al final salía su sueldo, formaban y aún forma parte de la grasa de una maquinaria que no nunca periodística, ni por supuesto noble , y su espacio desprestigiaba al periodismo catalán por la poca audacia, por la escasa calidad y por aquella arrogancia de casino de Ocata que encima nos hace quedar como unos desgraciados. Ennegrecía el espacio, pero sobre todo lo envenenaba, matando cualquier posibilidad de que escritores con más talento tuvieran aquel escaparate y aquel dinero, que tanto necesitaban, y tanto necesita la cultura catalana para crecer a través del talento -y no de la ideología. Cuyàs fue esta corrupción de doble fraude, y la vergüenza. Y aún el hombre ha pasado por patriota.
El presidente Pujol le encargó las memorias a través de otro finado ilustre y de características personales, literarias y morales muy parecidas a las suyas: el tractorcillo de Balaguer -así le llamaban, por su ruralismo extremo-, Isidor Cònsul. Que Cònsul fuera el referente de la familia Pujol en el mundo de la edición es también el símbolo de una corrupción en la que al final también hubo dinero en juego, pero que tuvo sobre todo que ver con la degradación de las cosas cuando se pudren hasta que quedan totalmente destruidas. Pujol utilizó esta irrepetible pareja de patanes que formaban Cónsul y Cuyàs para escribir sus memorias sin explicar nada. Podías saber más de él haciendo de criada en su casa de Mitre, quitándole el polvo de los estantes, que leyendo aquellos volúmenes de la nada y que hacen burla de quienes alguna vez nos tomamos la Generalitat serio y el presidente Pujol como la continuidad de una cierta historia.
A mí me da igual lo que robara o no robara la familia Pujol. Lo que les reprocho es que no estuvieran a la altura política del que robaban; lo que les reprocho es que cuando pasan los años cuesta justificar con la obra el montante, sobre todo la obra paralela, la que no tuvo estrictamente que ver con la gestión del presidente. Cuyàs y Cónsul son la misma traición de los Pujol en la Cataluña, el reverso de la misma corrupción, y no por el poco o mucho dinero, sino por la poca esperanza. De dinero sólo hablamos cuando no podemos hablar de otras cosas. Las memorias del presidente fueron un desastre tal que al cabo de pocos años vino la confesión del dinero evadido. Ni eso consiguió Cuyàs que le explicara.
Tan grave fue que aquellas memorias las escribiera Cuyàs como no las escribiera Enric Vila, que es quien las había de escribir y con quien Pujol se habría tenido que enfrentar para escribirlas de verdad. No queriendo de hecho escribir sus memorias, el presidente corrompía la Generalitat y faltaba a su deber con la Historia. Confiándolas a ese par de tontos, corrompía el catalán, que es el centro nuclear de la Cataluña que tanto dijo amar.
Cuyàs por lo que hizo y Cuyàs por lo que impidió que se hiciera. Pujol a tientas entre su cinismo, su fuerza, su visión y su rendición: va muriendo poco a poco el ejército de incapaces ni siquiera malhechores- que fue creando a su alrededor para alejarse de lo que sabía que tenía que hacer y no quería, lo que le dolía y prefería no ver, de lo que asumió que tenía un destino trágico y no invirtió ni la esperanza ni el amor para intentar salvarlo.
Cuyàs fue el recipiente de todas las decantaciones perniciosas, la nata de lo que fue turbio, lo que pudiendo alzarse desfalleció, el otro lado del espejo de un país con demasiado orgullo para tan poca dignidad y que ha tenido una irrefrenable tendencia, que ha pagado muy cara, a encumbrar a los mediocres de la adhesión incondicional para que pensar no fuera necesario. La muerte es triste y no me alegro. Pero hay vidas que aún son más tristes, y que hacen más daño.
Hay una Cataluña que sólo se puede explicar a oscuras y que pasará a la Historia porque sin ella no podríamos entender las derrotas. Caerán los años y tendremos que leer Cuyàs para saber por qué perdimos. Es una especie de posteridad, no muy honrosa ni agradable, pero mucho más de lo que una una nulidad como él podía esperar. Un cierto inmerecido gran premio, poder hablar aún a través de los siglos, aunque sólo sea para confirmar el oscuro presagio del cuervo.
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