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Blogs French 75 por Salvador Sostres

Dios no tiene horarios

Salvador Sostres el

Dios no tiene horarios y no es que me importe pero son las 4 de la madrugada. Si fueran las 3 y el artículo estuviera prácticamente terminado sería otra cosa, pero son las 4 y acabo de empezar. Dios no tiene horarios y me ha despertado con una canción de Calamaro. No es que venga muy al caso, pero más no puede gustarme. “Media Verónica”.

Dios me ha despertado y me ha dicho “vuelve”. Mi hija duerme a mi lado. Mañana se va dos días de colonias y la ilusión que le hace sólo puede compararse al asco que a mí me da, y al estupor del desprendimiento. Lo llevo fatal. Que se vaya dos noches. El autocar. Que tenga tantas ganas de ir. La he intentado comprar de todas las maneras posibles. Port Aventura, Disney (París), secuencias de almuerzo-cena-almuerzo consecutivos en Sushi99, que es su restaurante preferido, incluso un rebuscado viaje a Los Ángeles y Las Vegas ante el que mi mujer me miró y me dijo: “Salvador, para”. Y Dios me ha despertado a las 4 de la madrugado. Llueve en Barcelona, llueve como cuando parece que Dios quiere decir algo.

Ayer cenamos en Sushi con la niña y con Anna, y fue bonito ver a un padre y a una madre que no viven juntos pero que se quieren igual que al principio asistiendo a la primera distancia de su hija, a la primera ilusión que le hace alejarse de nosotros dos días, dos. Se nos está quedando, le dije a Anna, la cara de los peluches cuando Maria los ordena y les dice que se porten bien justo antes de irse a la escuela. Hace unos días a Anna se le ocurrió decirle que el canguro tenía cara de gatito y la niña se indignó -en serio- y obligó a su madre a disculparse con el muñeco “porque le has ofendido”.

Yo son cosas que no digo, porque vivo todavía en la edad de mi hija y estoy seguro de que efectivamente los peluches se ofenden y trato de ser muy cariñoso con ellos. Ha pasado el tiempo, el domingo voy a cumplir 43 años, y no es que me guste insistir en la coquetería geriátrica, pero la verdad es que empezaba a parecerme extraño que estuviera ya tan cerca el día de mi cumpleaños y que Dios todavía no me hubiera dicho nada.

Yo tengo con Él una relación muy simpática. Está a favor y lo noto. Me permite lo que no le he visto permitir a nadie y en su mano amorosa encuentro la caricia que un hombre necesita para no distraerse de lo esencial cuando nada parece tener sentido, ni alma, ni continuidad. Esa caricia lenta como la lluvia que ahora cae de madrugada y ya son las cuatro y media. No se parece mucho a lo que escribo pero me he puesto la Media Verónica en Repeat 1. No se parece mucho pero en algo se parece; en algo muy de fondo pero que tal vez sea lo más importante.

Antes de ponerme a escribir este artículo he escrito otro sobre el fantasmagórico regreso de Aznar, porque sé que mañana por la mañana, no más tarde de las 9, a mi querido Luis Ventoso se le va a ocurrir llamarme para decirme: “Salvador, ¿me escribes un apunte sobre el regreso de Aznar?”, y me divertirá mandárselo al minuto siguiente. Dios no me ha despertado para que escriba de Aznar, y sé que no es de recibo hacerle esperar, pero he visto la “home” de Abc.es y me ha hecho gracia pensar en el mensaje de Luis de mañana a las 9 y en lo que se va a reír cuando le mande el artículo inmediatamente.

También he visto en mi wattsapp -cuento esto y me pongo enseguida con lo de Dios- que antes de dormirme había llamado sin querer a quien no debía. Dios no tiene horarios pero -y tú lo sabes y te atormenta- sus renglones torcidos sí los tienen y también respetarlos es tu modo de escribir recto sobre ellos. Ha sido sin querer, pero es como la Media Verónica y este texto, que ya no sé si tienen mucho o poco que ver.

El jueves un chico que se llama Abel Cutillas me dijo que estaba escribiendo un libro sobre Baudelaire y sobre mí, y me sorprendió que me dijera que me considera un escritor muerte. “Yo me salvé escribiendo Contra Jaime Gil de Biedma”, escribió el artista seriamente enfermo después de su muerte. Me dijo que era un escritor muerto con total veneración y respeto, y lo de compararme con Baudelaire tampoco lo está escribiendo para insultarme.

Y con todo ello, y a la vez sin nada, Dios me ha llamado para decirme que vuelva. Me ha dicho “ha estado bien este año” y lo escribo así aunque no le gusta que le cite entrecomillado porque cree que rebajo el misterio de su voz. Pero ya que lo que escrito del wattsapp no se entiende -y es mejor así, créanme- he pensado que merecían que lo de Dios quedara claro. Me ha preguntado si lo he pasado bien, si desde septiembre he aprendido algo, y qué voy a llevarme. Pasarlo bien no sé si es la mejor manera de definir mi curso, Dios mío, y me parece que estarás de acuerdo si te digo que fue más hermoso mientras pude tenerlo bajo control. No creo que el último tramo fuera lo que tuvieras pensado para mí, aunque tu sentido del humor es a veces tan raro que tampoco es descartable que me hayas querido mostrar cómo acaba el trazo, y dónde va a morir, para que el contraste me ayude a amar la vida.

¿Has aprendido algo?, me has preguntado, y me ha gustado que hasta a ti se te escapara la risa. Ha sido un intenso aprendizaje. Lo que visto, sí, pero sobre todo lo que he sentido, y justo al contrario de lo que me ha ocurrido con la diversión, que murió en Semana Santa, en cierto modo crucificada -no me he podido resistir a la metáfora y espero que no te parezca frívola-, precisamente fue entonces cuando el verdadero aprendizaje empezó, el aprendizaje que termina (y empieza otro, claro) esta madrugada lluviosa -“va a decir qué hacer cuando despierte del todo”- y en esta conversación que otro día me contarás, si te apetece, y si no da igual porque total, ya son las 5, por qué era preciso tenerla a las 4.

Me voy a llevar lo de siempre y no es lo que he aprendido sino lo que tú me has enseñado. Ese gusto por el peligro de vivir, como el poema de Derrida, que corre el riesgo de no ser nada, pero que no sería nada sin ese riesgo; y también el límite con el que al final he topado. Me esperaba que fuera Maria, el límite. Pero no me esperaba, y de eso quería hablarte, que también sería Anna. En esto me has sorprendido, una vez más.

Cuando nos separamos me pareció entender que me animabas a recorrer mi parte del camino, y en cierto modo lo hiciste -¿no?- y aunque nunca dejé de quererla ni de respetarla, ni de mirar por su bien exactamente lo mismo que cuando estábamos casados, tuve la sensación de que otra parte de mi vida empezaba. Lo tomé como un ascenso a la montaña, como un segundo viaje inaugural, y forma parte de tu inquietante sentido del humor que me agraciaras con esa gran habilidad que tengo para vivir hallando la paz en el ojo del huracán.

Sin embargo esta madrugada has venido a despertarme y a mostrarme el sentido circular del último verso, y todo el curso adquiere un significado completamente distinto con esta postrera lección inesperada. ¿Qué significa volver? Yo creo que no te refieres tanto, por lo menos de momento, a algo eminentemente físico sino más bien al fluir orientado. Me parece bien, aunque te juro por Ti que no me lo esperaba.

Y te lo agradezco. El largo viaje cobra un sentido que no tenía, mi vida lo cobra también, y la de Anna, y la de Maria. Al principio me hiciste sufrir, luego me subiste a lomos de un caballo alado y al final has querido enseñarme como Elliot “el miedo en un puñado de polvo”, y ya son las 6 de la mañana. Ahora me doy cuenta de que Media Verónica tiene mucho que ver con este artículo. Con la parte que no sale pero subyace en el artículo.

Seguro que si me has hecho sufrir tanto es porque te ha parecido necesario, pero sinceramente creo que con un poco menos de angustia también habría funcionado. Soy bastante inteligente, tú me hiciste así al fin y al cabo, y de verdad te digo que con un poco menos angustia también habría entendido lo que querías decirme; pero de todos modos aprecio tu master class sobre el frío, sobre la vida cuando te arrastra por el suelo sucio de lo que no tiene remedio y además es absurdo. La figurita de cristal cuando se rompe, el desolador grito del silencio, lo que abrazas y no abarcas y te esfumas con lo que se desvanece.

El día más bajo de mi vida creo que fue el domingo. Una parte de mí se dio por vencida, o por vencido, me quedé sin fuerza, yo que todo lo puedo, yo que todo lo sostengo, yo que de ti aprendí a mecer en mis brazos el gran dolor del mundo, y a ser su antídoto y su esperanza. Sí, yo. El que ha sabido siempre qué hacer con todo lo que me has dado, el que ha usado la carne de tu carne para tenderla como un puente y que nadie quedara atrás. Me quedé sin fuerzas y la luz que me quedó era tan delgada que por primera vez tuve el terror de vivir a oscuras. Y yo no sé -y tú lo sabes- vivir a oscuras. Espero que no haya próxima vez, pero si tiene que haberla, despiértame unas semanas antes. El domingo me quedé hasta sin el temple para jugar con mi hija, y ese dolor en el pecho de la angustia que parecía un infarto aunque lo descarté porque no me dolió el brazo. La angustia, la ansiedad, el amasijo de corazón y huesos al que acabé reducido sin saber dónde estabas ni poderlo adivinar. No me sentí abandonado, porque sé que Tú nunca me abandonarías, pero fue lo más parecido a que no existieras que jamás había experimentados. Me pregunto cómo se puede vivir sin ti. Bueno, en realidad nadie vive sin ti, ni los que no te creen. Lo que me pregunto es cómo puede uno presumir de no quererte, de no creerte. Supongo que viste lo de Pedro Sánchez y cómo al día siguiente todos los periódicos resaltaban que había prometido el cargo “sin Biblia ni crucifijo”, como si fuera un adelanto, un mérito. Sin la Cruz somos bestias: ya sé que Tú esto no lo dirías nunca, pero ninguna humanidad puede completarse en tus afueras.

Ha dejado de llover, sale el Sol y sólo me has dejado dormir dos horas. No te preocupes, sabré cómo llevarlo, aunque espero que hoy no me llames a grandes gestas, porque estaré atontado.

Aunque no tanto como el domingo, claro; y luego vino el lunes que fue un poco mejor, y luego ayer que todo fue muy deprisa y algo noté pero no supe qué era hasta que esta madrugada has venido a coser mis últimos 300 días con tu hilo dorado y tus últimos sentidos de cada cosa y de mí mismo. No sé qué voy a llevarme ni qué voy a dejar pero es un milagro que haya sobrevivido a tus toboganes. Y es cierto que hicimos una promesa, y que aunque yo no la rompí, algo puede haber hecho mejor para que Anna no tuviera la necesidad de romperla; y es cierto que ha sido otro milagro, más valioso que mi supervivencia, que la niña no se haya casi ni enterado de lo que se rompió. Concédeme aquí, concédenos a Anna y a mí, que ni en los momentos más tristes hemos dejado de servirte, y de servirnos, y de ser tu caricia ininterrumpida sobre nuestras vidas y la de Maria. Habría sido mucho mejor no llegar a la separación de lo que ante Ti unimos y era para siempre, pero no hemos despreciado tu amor, ni tu libertad retorciéndola, ni tu jardín secándolo de cualquier vida, de cualquier esperanza, ni tu sonrisa que hemos cuidado como un tesoro, esta misma sonrisa con que ahora me miras desde el borde del artículo y ya no me dices nada porque ya lo me lo has dicho todo.

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