En 2016 Wroclaw (pronúnciese Vrotsuav), o Breslavia (castellanización de Breslau, que es como la denominaban los alemanes), ostentará, junto a San Sebastián, la Capitalidad Cultural Europea. La desconocida capital de la Baja Silesia ya está calentando motores, dispuesta a trasladar al ámbito cultural lo que mejor saben hacer sus habitantes: tender puentes. La ciudad cuenta con más de cien, de todos los tamaños, formas y colores, uniendo las islas y riberas que el caprichoso río Odra dibuja a su paso por ella. Pero son los puentes tendidos entre el pasado y el presente, salvando los siglos de no existencia, las dos Guerras Mundiales, el período comunista…, los que le han dado carácter y personalidad, permitiendo a sus habitantes encarar sin traumas un futuro prometedor. Por eso preparan con tanto ahínco su próxima capitalidad europea. Quieren mostrar al mundo lo mejor de si mismos y sus ganas de participar en la construcción de una Europa sólida, que aleje para siempre los fantasmas del pasado. En el fondo, creo que están tendiendo un nuevo puente cultural para que los europeos lo crucen, conozcan su historia y les quieran un poco más.
El pasado fin de semana los puentes de Wroclaw fueron escenario de numerosas actuaciones musicales y demostraciones de todo tipo, incluyendo un maratón nocturno que cruzó por casi todos ellos. Una de las cosas que más me llamó la atención, entre tanta farándula y fuegos de artificio, fue el gran depósito de libros que los vrotsuavitas habían acumulado sobre el puente de la universidad. En un civilizado intercambio libre cada persona podía tomar los libros que quisiera y echar al montón los que le vinieran en gana, o ninguno, que de todo había. Me pregunté que ocurriría en nuestra España si se llevara a cabo una iniciativa semejante… y me dio un poco de vértigo imaginarlo.
Escribo esta crónica en el café Literatka, toda una institución en la espléndida Plaza del Mercado de la que quizá sea la menos polaca de las ciudades polacas, ya que su historia la ha llevado a estar durante años, y aún siglos, bajo la hegemonía de Bohemia, primero, y de la imperial Viena, después, para terminar siendo parte de la Prusia germana hasta 1945, cuando los polacos de la ciudad tendieron un nuevo puente para que los alemanes la abandonaran. Además, la Segunda Guerra Mundial la dejó hecha unos zorros. Los alemanes, en su retirada, se hicieron fuertes en ella al considerarla territorio patrio, con lo que el Ejército Rojo la fundió a cañonazos antes de tomarla. Aún no está claro qué hizo más daño estéticamente a la ciudad, si los cañones rusos, que dejaron en ruinas el 70% de los edificios, o los espantosos bloques de corte soviético con los que el régimen estalinista trató de mitigar la destrucción causada.
Sólo tras escapar al yugo comunista, y con el apoyo de las Instituciones Europeas, pudieron empezar los vrotsuavitas a reconstruir minuciosamente los edificios históricos más representativos, pero con el tiempo y las urgencias económicas muchos de los esplendidos predios destruidos por las bombas rusas fueron gradualmente reemplazados por otros más impersonales, cuyo diseño contrasta a menudo groseramente con la belleza de los que se salvaron y han dejado la piel de la ciudad llena de remiendos. No así la gran Plaza del Mercado, que aparece intacta y primorosa.
Los jesuitas apuntalaron la contrarreforma con una magnífica universidad muy castigada también durante la Gran Guerra, pero que ha sabido rehacerse ejemplarmente hasta reconvertir la bombardeada Aula Leopoldina en un Aula Magna de tan excelsa belleza que los más grandes artistas la buscan como escenario para sus conciertos.
Pero la Baja Silesia no es sólo Wroclaw. En sus alrededores se encuentran algunas de las abadías cistercienses más antiguas del país, descomunales castillos, como el de Ksiaz, al que Hitler ya había echado el ojo y mandado construir kilométricos túneles en la roca viva sobre la que se asienta, sin que nadie sepa decirme a ciencia cierta con qué propósito, y algunas impresionantes construcciones de madera, como la Iglesia de la Paz, de Swidnica, Patrimonio de la Humanidad. Fue erigida en sólo diez meses para conmemorar la Paz de Westfalia (1648). Hay que añadir que se trataba de un templo protestante en un imperio católico, así que las restricciones impuestas a su construcción fueron formidables para evitar que compitiera en magnificencia y grandeza con el barroco de las catedrales de la época. Sin embargo, el resultado fue extraordinario. En su edificación sólo se emplearon madera y barro (ni un solo clavo). Se hizo en forma de cruz y cuenta con 28 puertas que dan acceso a los numerosos palcos distribuidos en dos plantas que se asoman a la nave central, como si fueran anfiteatros. Se dice que hay lugar para 3.500 fieles cómodamente sentados y otros 4.000 de pie, con una especie de palco real acristalado, que, a falta de rey, estaba destinado al mecenas que lo financió.
En resumen, debido a su eclectismo es difícil clasificar la arquitectura y hechuras de esta ciudad. Queda en pie la Gran Plaza, espléndidamente reconstruida, y su espectacular Ayuntamiento, de tan grandes dimensiones que más parece una catedral, algunas iglesias góticas de ladrillo, rematadas con verdes agujas de bronce, unos pocos e interesantes edificios neoclásicos construidos en la época imperial, y otros de origen germánico, como el gran Pabellón del Centenario que levantaron los alemanes para conmemorar el centenario de la derrota de Napoleón en Leipzig. Está rematado por una cúpula de 65 metros de diámetro que ampara todo tipo de manifestaciones culturales y deportivas. En 1948 los polacos plantaron a su entrada una aguja de casi 100 metros de altura para reivindicar los territorios recuperados.
Pero el alma de una ciudad la ponen sus habitantes. Y Wroclaw (Vrotsuav, ¿recuerdan?) tiene duende, muchísimo duende, que uno nota desde el momento en que pone el pie en ella. Se trata de una ciudad cómoda, agradabilísima, limpia, accesible, que se puede recorrer andando, pero también está el espíritu abierto y amistoso de sus gentes, la energía joven de una ciudad eminentemente universitaria o el carácter práctico y cercano de quienes se han pasado la vida construyendo puentes sobre las aguas del Odra (y las invasoras culturas circundantes). Lo cierto es, y lo escribo tal como lo siento, que uno se va con pena y el firme propósito de volver a la primera ocasión.
Las imágenes que acompañan este reportaje han sido tomadas con una cámara Fujifilm X-E2.
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