Cuenta la leyenda que, hace más de un milenio, un barco vikingo que formaba parte de una numerosa flota quedó encallado en la costa astur. Los hombres y mujeres que iban a bordo se vieron de pronto indefensos en territorio hostil y optaron por huir hacia las montañas que veían enfrente. Se adentraron en los Picos de Europa por la garganta del Cares y se arriscaron en unas escondidas praderías del macizo central, a más de 600 metros de altura, al pie del famoso Naranjo de Bulnes. Hasta hace muy poco, había que caminar varias horas por imposibles senderos de montaña para llegar al pueblo de Bulnes, que sólo visitaban ocasionalmente algunos montañeros. Los cabellos rubios y ojos azules de sus habitantes, que habrían vivido endogámicamente desde el siglo IX, todavía dan fe hoy de su más que posible origen nórdico.
No fue el único lugar donde un grupo de vikingos quedó embolsado en nuestra península. Durante los siglos IX y X, los vikingos atacaron Santiago de Compostela, la Lisboa musulmana, tomaron Cádiz y Sevilla, llegando, Ebro arriba, hasta Pamplona. Sus fantásticos barcos de bajo calado, ágiles y flexibles, hechos a menudo con madera de fresno, les permitían remontar los ríos e, incluso, ser transportados a hombros, sobre los remos cruzados, de un caudal a otro. De esta forma pudieron llevar sus correrías a los lugares más apartados e indefensos. Desde el Báltico, se las arreglaron para descender el Daugava y el Nipro hasta el mar Negro. Se apoderaron de Irlanda e Inglaterra y se quedaron con la Normandía francesa. Fueron precisamente los normandos (noor man: “hombres del norte”, como se llamaba a los vikingos que se asentaron en el oeste de Francia), quienes expulsaron a los otros vikingos de las Islas Británicas.
Al contemplar las impresionantes huellas de su pasado en Dinamarca me pregunté qué empujaba a aquellos excelentes marinos e indomables guerreros a aventurarse en aguas tan lejanas y embroncarse con cualquiera que les saliera al paso. Los historiadores nos hablan de un pueblo belicoso que se dedicaba estacionalmente al saqueo y al comercio. Es decir, saqueaban a sangre y fuego una ciudad para vender civilizadamente el botín y a los prisioneros en otra. Su imperio, que llegó a comprender toda la Noruega actual, la Escania sueca, Jutlandia, Dinamarca, Groenlandia, Islandia y una buena parte del norte de Alemania, quedó irremisiblemente dividido por las luchas tribales. Los vikingos noruegos, quienes quizá mejor llegaron a dominar la navegación oceánica, llegaron a Groenlandia, Terranova y, con toda probabilidad, a las costas de América del Norte a bordo de sus knarr, barcos muy marineros, hechos de pino, encina y tilo, siglos antes que Colón.
En la isla de Fionia (Dinamarca), donde tenían importantes asentamientos, los vikingos arrastraban sus naves por el río Odense tirando de sogas, corriente arriba, hasta sus castillos de invierno. Sin embargo, en Aarhus (pronúnciese Ojus), la capital de Jutlandia y segunda ciudad en importancia de Dinamarca, no necesitaban de semejante esfuerzo. Se sentían lo suficientemente seguros en su ciudad, empalizada y organizada a la manera de los campamentos militares romanos, como para no temer ningún ataque. Lo más curioso es que los restos hallados de la ciudad/fortaleza vikinga están en los sótanos de un banco, en la mismísima plaza de la catedral.
Son numerosas las muestras arqueológicas de la época vikinga que se han encontrado en Dinamarca. Destacan los barcos hundidos deliberadamente en el fiordo de Roskilde, al oeste de Copenhague, para evitar que naves enemigas pudieran adentrarse hasta la ciudad. Las aguas escasamente salinas del Báltico los han conservado razonablemente bien y ahora pueden admirarse en el Vikingeskibshallen de Roskilde, un museo cuya visita me parece absolutamente recomendable para cuantos se interesen en el fascinante mundo de los vikingos.
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