Llevo días sin escribir en el blog porque he estado enferma. Con fiebre, dolor y malestar general, eso dije cuando fui a urgencias y salí con una receta larguísima de medicamentos: antibiótico, anti-inflamatorio, antipirético, potenciador del sistema inmune y protector del estómago. Así que pospuse todas mis citas y esta semana he trabajado desde casa. Más de diez horas al día, pero envuelta en una manta y medicándome sin parar.
Llama mi madre preocupada. Alega que si estoy enferma no debo trabajar, porque así no voy a curarme. Mientras hablo con ella creo que me sube la fiebre. “Mamá, no lo entiendes, si no trabajo se me acumulará la tarea y cuando vuelva a la oficina caeré enferma de nuevo”. Efectivamente, no lo entiende. Cuando mi padre trabajaba, si se ponía enfermo se quedaba en la cama, y no había ni móviles ni mail. Ella le cuidaba y le preparaba comida sana. Eran otros tiempos.
Así que me propone venir a cuidarme y aportarme comida caliente para que me cure antes. Protesto “Mamá, no puedes venir, estoy trabajando y me desconcentras. No soy una niña”. Hace caso omiso y se presenta al mediodía cargada de víveres: croquetas caseras, sopa de cocido, filetes de pollo en cantidades industriales…
Justo entra en casa cuando estoy en una importante call con la oficina de Barcelona, la perra se pone a ladrar como poseída y yo presiono el mute en el ordenador mientras le lanzo una mirada de odio que le hace salir corriendo por la puerta nada más dejar las cosas en la cocina.
Pero después de darme un festín de sopa caliente, croquetas y pollo me he curado.
Pues va a ser eso. Gracias, mamá.
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