Volviendo la vista, es sorprendente como los pilares más robustos de nuestro tiempo fueron hasta hace poco meras ilusiones. Hoy todos somos especiales, o albergamos el oscuro deseo de serlo, pero no siempre ha sido así: hasta el romanticismo, la gente no era individualista ni diferente. El medievalillo medio era un pobre mindundi arrasado por todo tipo de putadas apocalípticas: guerras, plagas, hambrunas… Y formaba parte de una masa sumisa dominada por un orden estamental. El anarquista, expresión hiperbólica del ideal romanticista, es especial porque se enfrenta a ese orden y lo destruye, dejando como única certeza su propia individualidad. Por tanto, el anarquista es Dios en el mundo del anarquista. ¿Hay algo más romántico?
El individualismo del que hoy todos presumimos es falso, porque no se enfrenta a nada, es norma social y por tanto se descontextualiza. ¿Quién no se cree especial? Para serlo hace falta, por lo menos, un proceso de introspección personal, seguido de un cuestionamiento real de todo lo que es ajeno al individuo. Tener mucha personalidad y salir en Telecinco no parece suficiente.
Nuestra propia percepción, justificada vagamente, de que somos especiales, es un hecho global y por tanto una contradicción en sí misma. Creemos como derecho innato –y no derecho adquirido– el derecho a la distinción, a mirar a la masa como masa. En un acto de empirismo interesado: afirmar que soy especial porque me siento especial. Y luego seguir nuestro camino por la acera y mezclarnos con la gente.
Generacionalmente, puede que tenga que ver con que los millennials (voy a vomitar) creemos tener un merecimiento casi divino. Nos merecemos muchísimas cosas. Si algo me toca es porque me lo merecía. Porque soy especial. Y tenemos multitud de canales para afirmar ese individualismo tan marcado: Facebook, Instagram, Twitter, este mismo blog… A pesar de que la exhibición de nuestro Yo hipertrofiado sea muchas veces a imitación de otros todavía más grotescos, que son los que crean tendencia y masifican el ego.
Del ideal romántico, como de tantas otras cosas, hemos extraído una versión descafeinada y frívola. Desechamos las grandes pasiones, la angustia y la moral, y sustraemos el individualismo que sugiere, olvidando los cimientos. El golpe más duro viene después. ¿Cuál será la reacción del individuo cuando, indignado, descubra que los demás también tienen un Yo? Si todos somos especiales… ¿Hay alguien especial?
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