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Dientes de leche

Dientes de leche
Santiago Isla el

 

¡Ay, el exceso! Llegó la Navidad, me lo zampé todo y ahora atravieso un empacho vital que me deja la boca como un polvorón seco. Por suerte algún detalle me ha sacado de esta letanía de turrones y muñecas. Fue en una de las comilonas familiares: me puse a hablar con uno de mis primos pequeños, un niño que es muy niño, es decir, que mira a las cosas con curiosidad y ni se le intuye el horizonte retorcido de la adolescencia. Nos juntamos en torno a unos cómics, y estuvimos hojeando mortadelos, tintines y astérix con avidez y, en mi caso, orgullo retroactivo al comprobar el pequeño coleccionista que fui, y la modesta biblioteca infantil que dejé como trofeo. Le hizo gracia saber que los primeros números que tuve los compraba con pesetas, y la decepción –los niños no saben de tipos de cambio– que experimenté al descubrir que mis 1.500 pelas tan solo eran 9 euros. Toda una vida de ahorro.

 

Después pasamos a una colección de aventuras que lanzó el País cuando yo tenía su edad. Me salían ramilletes de nostalgia por la boca: Tom Sawyer, el Nautilus, Robinson Crusoe… Para él probablemente fue una chapa insufrible de su primo mayor, pero el tío asintió con dignidad y aguantó mi peñazo estoicamente. Prefiero ser realista: los adultos tendemos a magnificar el impacto de nuestras enseñanzas muchas veces, olvidando que hemos sido enseñados antes y que hasta de las lecciones más preciadas solo nos quedan pequeños sedimentos –la educación es así, como un proceso de erosión de la ignorancia–.

 

Al final le regalé un Tarzán de los monos, la novela de Burroughs. No sé si lo leerá o no, si le gustará y le empujará a leer otros libros o si lo dejará caer en el olvido de su cuarto mientras el Real Madrid se juegue algo en Champions. El caso es que tenerlo ahí en mi antiguo cuarto de niño no sirve para nada, como mucho para recordarme a mí que yo era un niño lector –un niño elegido, según la teoría supremacista que nos une a todos los lectores–. Espero que en el suyo tenga un efecto positivo, y que lo disfrute como yo lo disfruté a su edad: en pijama, absorto, maravillado por la existencia del mundo que tenía entre las manos. Con los ojos muy abiertos y los dientes de leche.

Cultura
Santiago Isla el

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