Como todos los años, con la llegada de la siesta aparecen también los reportajes contra mi amada Magaluf. Para quien no haya estado ahÃ, Magaluf es el desagüe sexual de media Europa, una aldea vikinga a la que ingleses y alemanes van a emborracharse, follar y destrozar lo que puedan. Llegan un jueves, salen sin dormir durante varios dÃas y el domingo están de vuelta en Sheffield. Ante esta actitud, solo podemos aplaudirles y exclamar.
¡Olé!
Por cosas de la vida, he pasado muchas noches en ella. La única pega que tiene es que hace frontera con Mallorca, una isla preciosa que carga cada noche la cuenta de destrozos. Los americanos, que son mucho más prácticos, colocaron Las Vegas en medio del desierto, para poder hacer el bestia. En Ibiza han pasado de chiringuito hippie a reservado mundial, pero con pelas.
¿Qué decir de las masas que, cada tres o cuatro dÃas, toman la vida por asalto? Son angelitos tatuados, hombres y mujeres de cuerpos imposibles, con una proporción entre sintética y barroca. ¿Qué será de Amy, dependienta en Glasgow, o Günter, hincha del Dortmund con la sensibilidad de un palo? ¿Qué serÃa de ellos, y de tantos otros, si no pudieran venir a Magaluf a escapar de sus miserables vidas, a huir del frÃo y de la lluvia, a revolcarse como cerdos en el fango de la mundanidad?
El ecosistema hay que protegerlo: los clubs de striptease, las tiendas de tatuaje 24h, los locales de comida rápida… En torno al vicio surgen siempre artistas respetables. Es cierto que otros tipos de fauna sufren más con la llegada de especies invasoras, pero no vamos a pedirles a los pobres guiris que, encima de que vienen aquà a cogérsela, sean respetuosos.
Magaluf, cariño mÃo, más pintada que un cuadro, alguien tenÃa que quererte. En la primera te ponen siempre a parir. No les atiendas, no les sigas. Tú y yo sabemos que, si Bukowski fuera de Calviá, te besarÃa en los morros cada noche de agosto.
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