El pasado 20 de abril, Pedro Iturralde (Falces, 1929) sufrió un accidente en su casa de Madrid por el que tuvieron que darle bastantes puntos en la cabeza. La aparatosa herida de diez centímetros, aún visible entre su pelo blanco, era tan grave que el médico le dijo que no se le ocurriera dar el concierto que tenía programado al día siguiente en Zaragoza. «¿Cómo voy a suspenderlo ahora?», fue lo único que pensó. Así que, carretera y manta, y allí que se presentó, para hacer lo mismo que lleva haciendo desde que, en 1939, debutara con la orquesta de su pequeño pueblo navarro: «Fue una maravilla. Los aplausos y el estímulo de la gente fueron tan grandes que, al terminar, tenía ganas de dar otro concierto seguido», asegura sonriente y orgulloso, a sus 87 primaveras, antes de anunciarme que el 11, 12 y 13 de mayo volverá a actuar en el Bogui Jazz de Madrid.
Son casi ocho décadas ya sobre los escenarios, en los que Iturralde se ha convertido, junto al mítico pianista Tete Montoliu, en la figura más importante de la historia del jazz español. Lo acredita una Medalla de Oro a las Bellas Artes entregada por el Rey Don Juan Carlos en 2009. «Siempre he vivido de la música. No he tenido otro trabajo desde que, con 10 años, recién acabada la Guerra Civil, entré en la banda de mi padre cobrando 25 pesetas al año», asegura el saxofonista y clarinetista desde su domicilio en el barrio de Puerta de Hierro, donde se trasladó en 1971, cuando allí «no había nada», para dejar de trabajar por las noches en el Whisky Jazz, «el mejor club que ha tenido Madrid».
Sobre la mesa de su pequeño despacho hay desperdigados caóticamente una máquina de escribir, una caja de lapiceros sin usar, una partitura de «I Remember Clifford», el tema que Benny Golson escribió en 1956, dos de los vinilos que grabó en los años 70 y una carpeta con todo tipo de documentación que ha ido guardando de su carrera: desde un folleto del concierto que la Orquesta del Teatro de la Scala de Milán ofreció en 1999 con composiciones suyas, de Gershwin y de Piazzola, hasta una carta manuscrita del mismísimo Marcel Mule, fundador de la escuela francesa de saxofón, elogiando su «talento»—. Y, por último, hay también una copia en cedé del álbum que grabó en 1967, para el que reclutó a un jovencísimo Paco de Lucía, con el que abrió la puerta a un estilo que luego recorrieron figuras como Sabicas, Tomatito o Chano Domínguez: «Yo fui el creador del jazz flamenco con aquel trabajo», afirma tajante.
—Empezó tocando el saxofón justo el año en que acabó la Guerra Civil, con el país en ruinas. ¿Era una una vía de escape?
—Es algo muy íntimo lo que te voy a contar, pero lo cierto es que a mí el saxofón me salvó la vida. Hasta los cuatro años viví en Vergalijo, un pequeño pueblo con sólo dos casas y una iglesia preciosa donde yo era muy feliz. Tanto que, cuando mi padre decidió que nos mudábamos a Falces, sufrí una depresión nerviosa que arrastré durante años. Apenas comía y no jugaba con nadie, estaba solo todo el día. A eso se unió después una bronconeumonía, hasta que un día, acompañando a mi padre a uno de sus ensayos con la banda en la que tocaba, alguien hizo un solo de saxofón que me dejó impresionado. Llegué a casa y le dije a mi madre que quería ser músico. Mi madre me dijo que cómo era posible si había abandonado poco antes las clases de solfeo a las que me habían apuntado, pero en ese momento sí lo tuve claro. Empecé a estudiar clarinete y saxofón bajo los árboles, al aire libre, lo que me ayudó a curarme de mi enfermedad pulmonar y, cuando entré en la orquesta después, se fue la depresión. Si el director hubiera sabido que tenía bronconeumonía, me habría prohibido ingresar en la banda.
—Pues escogió un instrumento que no tenía mucha aceptación entonces…
—Sí, pero yo siempre he ido a contracorriente en este sentido, porque hasta mi familia me criticaba diciendo que tenía que tocar el violín, que el saxofón era de payasos. Las bandas ni siquiera tenían saxofones. La de Falces tuvo que pedir cuatro a París al acabar la Guerra Civil, uno de los cuales, el tenor, fue el que empecé a tocar yo. Cuando me fui a Madrid a estudiarlo, en el conservatorio tampoco había profesores de este instrumento. Las clases las impartía un clarinetista y mal, ya que el saxofón era el castigo para los que no llegaban al nivel deseado con el clarinete. Yo fui quien creó la primera cátedra de saxofón en España, en 1973, escribiendo una carta al Ministerio de Educación.
—Pues el jazz era también un estilo repudiado durante el franquismo.
—Sí. Cuando tocaba en los pueblos me decían que el jazz no era música. Y aunque no estaba prohibido, recuerdo a un batería español, Enrique Llácer «Regolí», al que le pusieron una multa por tocar un solo de jazz en Televisión Española. Decían que parecía estar en medio de un coito.
—¿Destacó muy pronto con el saxofón?
—A los 10 años ya hacía mis primeros solos y pronto empecé a tener éxito en toda Navarra, donde era una especie de niño prodigio. A los 12 años ya vivía de la música, tocando en todos los pueblos con la banda y con otras formaciones de las que me fueron llamando.
—¿Tardó mucho en aparecer el jazz en su vida?
—En aquella época, los músicos de las bandas odiaban a los que hacían música de baile como el jazz, pero yo tuve la suerte de que el director de la mía, criado en Argentina, tenía un montón de discos de Nueva Orleans que me dejaba escuchar en su casa. Allí descubrí a Louis Armstrong, Glenn Miller, Duke Ellington y, sobre todo, a Coleman Hawkins, mi primer ídolo. Era una música tan diferente a la de la banda que me enganchó enseguida. A los 13 ya estaba realizando mis primeras improvisaciones.
—¿Cuál es para usted el mejor saxofonista de jazz de la historia?
—Escoger es muy difícil. Se suele decir que Charlie Parker, un gran creador cuyo estilo es muy difícil de imitar. John Coltrane fue otro genio que luchó por la armonía como yo, en álbumes como «Giant Steps». A mí, sin embargo, me gustaban los saxos tenores y me quedaría con Stan Getz, al que yo admiraba muchísimo. A pesar de ser blanco, Coltrane dijo de él una vez: «Todos querríamos tocar como Stan, si pudiésemos».
—¿Era complicado comprar discos de jazz a comienzos de la década de los 40 en España?
—Alguna gente conocía un poco a Louis Armstrong y Duke Ellington, pero no encontrabas sus discos en ningún sitio. A España no llegaban. Y en los años 50, ningún español conocía a Miles Davis.
—¿Cuál fue el primer disco de jazz que se compró usted?
—Fue en Pamplona: un concierto de Artie Shaw para clarinete. Con 18 años me fui de gira a Lisboa y allí sí que pude comprar más discos, como uno de Benny Goodman con Teddy Wilson al piano y Gene Krupa a la batería.
—¿La idea de mezclar el jazz y el flamenco fue una decisión consciente?
—Fue algo que se fue gestando durante mucho tiempo, desde que me fui a tocar con 15 años al Café Comercio de Logroño. Allí, junto al pianista clásico Tomás Fernández Iruretagoyena (1899-1970), acompañábamos a bailarinas y cantantes que interpretaban temas de Falla, Albéniz o Granados. Más tarde, durante la mili en Tánger, descubrí el flamenco y comencé a mezclar ambos estilos. A principios de los 60 seguí con esa idea en Madrid, cogiendo canciones populares de Lorca, pero escribiendo yo la armonía con el piano, ya que la del poeta era muy pobre, para que mi grupo improvisara después sobre ella. Una de esas piezas era el zorongo gitano, que fue la que me llevó, en 1967, a componer y grabar con Paco de Lucía el disco de «¡Jazz Flamenco!». Pero no me gusta que se llame fusión, lo que yo trataba de hacer era jazz interpretando temas andaluces.
—Pues Paco de Lucía dijo que terminó aquella grabación sin haber entendido nada…
—No me extraña, aunque a mí nunca me comentó nada de aquellas sesiones. Para mí era la lucha por cambiar el sistema de armonía que se estudiaba en los conservatorios españoles, que era tradicional y muy pobre. En los años 30 ya había compositores clásicos que también creían que había que mejorarla, pero no se atrevían por si no gustaba. Yo sí me atreví a través del jazz, cuya armonía es otra cosa.
—¿Recuerda recibir críticas por aquel disco?
—Sí, hubo muchas críticas, pero yo creo que fue porque no entendieron bien de qué iba aquel álbum y puede que yo tampoco lo explicara correctamente.
—¿Siente que no ha recibido todo el reconocimiento que merece, comparado con otras figuras como Tete Montoliu o Paco de Lucía?
—No me puedo quejar. He recibido muchos premios y aún me los siguen dando, aunque sí que creo que todo el trabajo teórico que he realizado no se ha conocido lo suficiente. He tenido una carrera muy larga y mucha gente no me conoce por el jazz, sino por la música clásica… pero da igual.
—¿No piensa en cómo le gustaría ser recordado?
—Me gustaría que se reconociese mi trabajo como compositor, pero no me preocupa mucho lo que se dirá de mí después. Todo lo que he hecho en la vida me ha salido de forma natural.
—¿Todo ese trabajo como músico y profesor del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid le ha dado para vivir bien ahora?
—Estuve 15 años. Si hubiera estado un poco más, habría sido mejor. Ahora recibo algo más de mil euros al mes de pensión.
—¿Y cuáles son sus planes de futuro?
—Seguir tocando hasta que tenga fuelle. Si he podido dar este último concierto tras el golpe y los puntos en la cabeza, imagínate… El contacto con el público me estimula mucho y nadie el otro día se podía creer que estuviera tocando como lo hacía después del accidente un día antes.
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