José Manuel Otero Lastres el 30 jun, 2019 Nuestra vida en familia, sobre todo si entendemos ésta en el sentido más estricto de grupo formado por padres e hijos, se parece mucho a una hoguera en la que cada uno de nosotros somos un leño. Nos prenden al nacer y, desde que comienza el fuego, nos vamos consumiendo lenta pero imperceptiblemente hasta nos convertimos primero en brasa y luego en ceniza que se esparce. Cuando nacemos se habla de “alumbramiento” y no creo que sea por casualidad. Porque nacer significa que prenden fuego al leño que somos cada uno. Pero quien alumbra no es el que nace, sino el tronco del que se nace. Porque en el madero recién prendido es difícil que se asiente la llama. Se comienza con una débil combustión en la que apenas se desprende luz y en la que el calor es prácticamente inexistente. Por eso, el leño recién encendido es colocado junto a los troncos que llevan ardiendo desde hace tiempo. Éstos le aportan sus propias llamas, su luz y su calor: hasta que el fuego incendie el leño recién alumbrado. Cuando el tronco recién echado a la hoguera tiene ya su propia llama, comienza a arder por sí sólo, adquiere una luz propia y desprende ya un calor intenso. Pero hay veces en que algún nudo de la madera dificulta la combustión del leño. La llama empieza a perder intensidad, se hace cada vez más pequeña y su color azulado va sustituyendo al vivo color dorado que poseía. ¡Al joven leño le queda aún mucha madera por arder y, sin embargo, se está pagando! Si el leño se queda solo, si se separa de los demás troncos que están en la hoguera, lo más probable es que acabe siendo brasa, que deje de arder para sí mismo y para los demás, desperdiciando una buen cantidad de madera. Pero si el leño que languidece retirado, se acerca, se apoya y se junta con los demás troncos, entonces recibe el fuego, las llamas, el calor, la luz y la energía de éstos. Y es cuando en la hoguera se aviva el fuego, se intensifica la llamarada, el joven leño entra de nuevo en combustión y su fuego vigoroso es incluso capaz de hacer que las brasas de los viejos troncos vuelvan a coger llama. Mientras haya troncos ardiendo en la hoguera, ningún nudo puede apagar al joven leño que se apoya en ellos. Toda familia estructurada sigue ardiendo. Hay dos troncos que, aunque llevan años en combustión, aún desprenden fuego. Hay otros leños que están también ardiendo con intensas y poderosas llamas. El joven leño que languidece debe juntarse a ellos. No tiene que tener reparo a que le pasen parte de sus llamas, porque cuando vuelva a recuperar las suyas, cuando vuelva a arder con la intensidad que le hizo perder el nudo, su fuego se fundirá con el de los otros leños y servirá para que se reaviven las llamas de la hoguera. Todos los leños tienen nudos que dificultan su combustión. Los hay que pudren la madera y que, por su disposición, orientan el fuego hacia dentro, hacen perder el oxígeno y consumen el leño antes de tiempo. Estos nudos no tienen remedio, son como las enfermedades incurables del cuerpo y no tienen remedio. No merece la pena hablar de ellos. Pero hay otros nudos que son simples círculos hechos por el propio leño que conducen al fuego a dar vueltas y vueltas. Cuando nace en la madera un nudo circular hay que mirar hacia atrás y analizar detenidamente cómo ardió la parte consumida. Si hasta el nudo la madera se quemó bien, el leño debe descubrir el equilibrio que mantenían el espíritu y la materia: ha de averiguar porqué había más motivos para la felicidad que para al a tristeza. Cuando examine su pasado, cuando sea capaz de valorarlo, el leño comprobará que solo está ante un nudo, que después de él, vuelven las fibras lisas que aseguran una combustión regular. Y comprenderá que es mejor volver a quemarse para los demás, que tiene mucho más sentido arrojar luz, brillo e intensidad para todos los troncos que están alrededor que seguir ardiendo hacia dentro y consumirse inútilmente proyectando únicamente sombras inútiles que se desvanecen. Otros temas Comentarios José Manuel Otero Lastres el 30 jun, 2019