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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

Leitón

José Manuel Otero Lastres el

El circo se había instalado, como todos los años, en la explanada de Riazor, frente al estadio de fútbol. Los carteles de propaganda esparcidos por la ciudad decían: “El mayor espectáculo del Mundo. ¡Tres días improrrogables!”. Pero siempre prolongaba su estancia dos días más, debido al gran éxito de público. Era el “Gran Circo Americano”, aunque no era de los más grandes, no procedía de ningún país de ese Continente y la mayoría de sus artistas eran centroeuropeos. Al parecer, tan exagerado y engañoso nombre se debía a que, por entonces, lo extranjero y, sobre todo lo americano  -del Norte, por supuesto- constituía un marchamo de calidad.

La gente acudía al Circo a la hora de las funciones, cuando, anunciados por el presentador, iban entrando en la pista los trapecistas, gimnastas, equilibristas, domadores, payasos y demás artistas, adornados con sus galas raídas, aunque siempre aparentemente nuevas gracias a la magia del circo. Cada actuación era acompañada por la orquesta, originándose una armoniosa combinación de movimientos y sonidos, que provocaba en los espectadores intensas y cambiantes sensaciones de admiración, temor, sorpresa y entusiasmo, hasta arrancar, por fin, atronadores aplausos entre los enfervorizados asistentes.

Pero en el Circo había “otra vida” que discurría calladamente más allá de esas horas de ilusión bajo la carpa. Para esas horas de la otra vida de las gentes del Circo también había espectadores, aunque muy pocos. Apenas alguna pandilla de mozalbetes que merodeaba por las caravanas de los artistas para ver los ensayos, su peculiar modo de vida, o simplemente para matar el tiempo. Algo que parece tenerse en abundancia durante la adolescencia, repleta de horas interminables, en la que se vive, sin saberlo, en busca del primer amor y de otras sensaciones desconocidas.

Una de esas mañanas, un joven, retraído y solitario, se acercó a un camión, con matrícula extranjera, de cuyo techo salía una lona oscura que se sujetaba con dos palos clavados en la tierra. Era  Ducho “el remendado”, así apodado por los injertos de piel que tenía en la cara tras una horrible quemadura sufrida cuando era niño. Bajo la lona, se hallaba una mujer de unos treinta años, que, al verlo, le preguntó, en francés, si había cerca una tienda para comprar patatas. Tras algunos esfuerzos, Ducho entendió lo que deseaba su interlocutora y con su deficiente francés se ofreció a acompañarla. Al regresar de la compra, ella le hizo un gesto con la mano para que esperara. Y tras unos instantes, regresó ofreciéndole un cachorro de unas dos semanas, que, por sus orejas caídas, era un perro de caza.

Ducho era el hijo menor de un sargento de artillería, destinado en la Batería de Costa, y vivía en San Pedro de Visma, en una modesta casa de una planta con una pequeña huerta y un cobertizo, en el que había una cerda recién parida. Cuando iba hacia casa, pensó que el cachorro, tal vez, no había sido aún destetado, pero no le dio demasiada importancia, porque podía ponerlo amamar de la cerda. Y así fue, al menos durante otras dos semanas, razón por la cual le pusieron el nombre de Leitón.

Pasados cuatro años, el padre de Ducho fue destinado a un pueblo de Ciudad Real, y hasta allí se trasladó toda la familia, incluido Leitón. Con el tiempo, Ducho fue haciendo algunos amigos, cuyas principales aficiones eran la caza mayor y el fútbol. Un día de enero de 1.974, Fermín, que era muy conocido en el mundo de la caza por tener una de las mejores rehalas de la provincia, le propuso que lo acompañase con Leitón a una montería que se daba en los Montes de Fuencaliente. Quedaron a las siete de la mañana en el Bar de la Estación, para desayunar café con churros.

A la hora señalada, llegaron Ducho y Leitón, que ya tenía una magnífica figura de sabueso, aunque se veía que no era de pura raza. Fermín llegó minutos más tarde en su furgoneta blanca, llena de barrotes, como si fuera una jaula. En su interior, dividido en dos pisos, podían verse numerosos perros amontonados, algunos de los cuales asomaban sus hocicos por las rendijas. Fermín abrió la puerta trasera y subió a Leitón, que comenzó a ladrar y a gruñirles, hasta hacerse un sitio para tumbarse.

Llegaron al Hotel “Las Madroñas” a las nueve de la mañana, hora a la que estaban citados los cazadores. La mancha que se monteaba era “La Cereceda”, muy apreciada por la densidad y calidad de las reses, pero, sobre todo, por su gran cantidad de jabalíes. Finalizado el desayuno y mientras se sorteaban los puestos, Fermín y Ducho apenas tuvieron tiempo de meter un par de veces la cuchara en la fuente de las migas, tomar algún torrezno y beber apresuradamente un café con gotas. A indicación del guarda mayor, subieron con la furgoneta hasta la loma en la que estaba prevista la suelta.

Los perros de Fermín, identificados por su collar amarillo con una franja verde, comenzaron a batir la zona asignada. Todos seguían a “Tenor”, así llamado por lo bien que cantaba las reses, y a ellos se sumó Leitón, aunque un poco tímidamente. Al pasar junto a un  regato, a cuyos lados había una espesa maleza, “Tenor” y los demás giraron hacia la izquierda, excepto Leitón que siguió de frente. A pocos metros, Leitón levantó un jabalí y comenzó a ladrar con tal intensidad que “Tenor” y los otros perros dieron la vuelta y comenzaron a perseguirlo. A partir de ese lance, la actuación de Leitón se convirtió en un verdadero espectáculo: el propio “Tenor” acabó por cederle la posición de perro puntero y levantó en algo más de cuatro horas una docena de guarros.

Los monteros y perreros no salían de su asombro cada vez que oían decir a Fermín que era su primera montería.  Desde entonces, Leitón no se perdió una montería, acrecentando en cada una de ellas su fama y la de la rehala de Fermín. Pero Leitón sólo levantaba las piezas, nunca intervenía en los agarres. Cumplida su misión, se apartaba y dejaba que “Tenor” y los demás la emprendieran a feroces mordeduras con los jabalíes. En uno de sus desplazamientos, Fermín comentó lo extraño que resultaba que Leitón no atacara a los jabalíes. Ducho respondió que, tal vez, se debía, lo mismo que su excepcional olfato para los guarros, a que había sido amamantado por una cerda.

Un día muy lluvioso, en otra de sus actuaciones portentosas, Leitón levantó un enorme jabalí, con unas navajas impresionantes, el cual fue malherido por el disparo de un montero. Al entrar a rematarlo a cuchillo, Fermín resbaló y cayó delante del navajero. Antes de que el jabalí pudiera atacarlo, Leitón se abalanzó contra él, recibiendo una herida en el cuello, que acabó con su vida. Aún hoy, entre los monteros se oye hablar, alguna vez, con sentida emoción de Leitón y su heroica muerte.

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