En la sección de cultura del ABC se publica un artículo de Inés Martín Rodrigo sobre “La crónica que Gabriel García Márquez dejó sin escribir”. Y en ella señala que su hijo, el cineasta, Rodrigo García Barcha, narra en un libro titulado “Gabo y Mercedes: una despedida”, la única vivencia sobre la que su padre no podría escribir: su propia muerte.
Concretamente, la autora del artículo escribe: “Una de las cosas que Gabriel García Márquez más odiaba de la muerte era que, de manera inevitable, tarde o temprano, sería la única vivencia de su vida de la que no podría escribir. Él, que todo lo que había experimentado, visto y oído, lo había trasladado, de un modo u otro, refugiándose, a veces, en el artificio de la ficción, a su obra, debía afrontar la desdicha de saber que se quedaría sin narrar esa última crónica, la más importante de todas. Enfurruñado ante semejante certeza, imposible de ser digerida, se quejaba ante quien estuviera delante y tuviera a bien escucharle”.
Cada vez que me topo con algo de García Márquez me invade un sentimiento de profunda admiración. Sé que no es fácil admirar a alguien, tal vez porque los seres dignos de admiración tienen forma humana, son como nosotros y por ello es difícil reconocer a primera vista el Aura de su genialidad. Pero admirar (2. tr. Ver, contemplar o considerar con estima o agrado especiales a alguien o algo que llaman la atención por cualidades juzgadas como extraordinarias) no supone compararse con el admirado, sino simplemente reconocer en otro cualidades extraordinarias que uno no posee. Es simplemente eso: admitir que hay seres a los que el destino ha dotado de dones y que han tenido la deferencia de no quedárselos para sí, sino que los han compartido.
Por eso, estoy deseando leer el libro, porque en él se narrarán los últimos momentos de un ser humano cuyo talento ha quedado para el resto de los siglos.
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