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La aniquilación del honor por dos poderes del Estado

José Manuel Otero Lastres el

Subo al blog la Tribuna publicada ayer en el diario ABC, por si puede interesar a alguien.

Como es sabido, los tres poderes del Estado son el ejecutivo que corresponde al gobierno, el legislativo que está encomendado a las Cortes Generales (Congreso de los Diputados y Senado)  y el judicial que lo administran los Jueces y Magistrados. Se habla también de un cuarto poder, la prensa, integrada por los medios de difusión, cuya labor es recibir y comunicar libremente información.

Pues bien, a poco que uno observe la realidad de nuestros días comprueba que hay una actuación de dos esos cuatro poderes, el judicial y la prensa, que están triturando el derecho fundamental al honor de algunos ciudadanos.

A grandes rasgos, el modo de proceder podría ser más o menos el siguiente. Alguien, que es el verdadero beneficiario de la maniobra de desprestigio del afectado, desea sacarse de en medio a un determinado rival, sin que importen ahora el ámbito (político, profesional, empresarial, etc.), ni las razones, aunque suelen consistir en un conflicto de intereses más o menos inconfesables. Y para lleva a cabo su felonía, contrata, mediante una suculenta remuneración, ciertos servicios de investigación “paraoficiales” con el fin de que rastreen posibles actuaciones “irregulares” o con apariencia de serlo del rival a eliminar.

Cuando el instigador tiene en sus manos el “dossier” con apariencia de verosimilitud que le han confeccionado sus investigadores “asalariados” hace que intervenga el primero de los poderes del Estado de los que hablo, el judicial. Presenta una querella ante un juzgado de instrucción, a poder ser de un juez con ideología política afín, que suele admitirla a trámite. Y como los hechos denunciados suelen tener apariencia de certeza porque están soportados por los indicios de “criminalidad” que se detallan en la investigación contratada, el fiscal propone que se practiquen diligencias, entre las que está interrogar al querellado.

Ya sea por casualidad (lo que sucede en muy contadas ocasiones) ya por filtración del instigador, se ponen rápidamente en conocimiento del otro poder implicado, la prensa, los hechos aparentemente “irregulares” del afectado, la presentación de la querella, su admisión a trámite, y la solicitud del fiscal de que se practiquen, entre otras diligencias, la declaración del rival que pasa a ser, desde entonces, legalmente un “investigado”.

Y claro a la prensa la noticia suele interesarle. Sobre todo cuando se trata de un personaje conocido a nivel local o general, porque ese dato le imprime al asunto las dosis de escándalo suficientes para mejorar las ventas y, por ende, el poder de difusión del medio y la cuenta de resultados.

Las cosas se complican para el rival a defenestrar cuando se trata de un político de cierta relevancia. Entonces los “enemigos de su propio partido”, los miembros de los demás partidos, la propia ideología u otros intereses de los miembros del poder judicial (juez y fiscal) que intervienen en el caso, y la tendencia política de la prensa comunicadora de la noticia, ponen el cristal de aumento sobre la figura y la conducta supuestamente irregular del inocente investigado, al cual acaban convirtiendo, sin que les importe demasiado, en un sujeto sospechoso, cuya buena fama empieza a resultar pisoteada.

Claramente se advierte cómo en tales casos, que son mucho más frecuentes de lo que parece, la actuación instigada por alguien, pero en la que intervienen combinadamente el poder judicial y la prensa, acaba por triturar el derecho constitucional al honor del sujeto al que un rival desalmado ha puesto en el centro de la diana. Con frecuencia, el “apestoso” investigado suele conservar en su ámbito interno su propia estima, sobre todo cuando está plenamente convencido de su inocencia. El problema se plantea en el aspecto externo de su derecho al honor, aquél en el que lo relevante es la opinión que tienen los demás del buen nombre y la reputación del implicado. Y aquí, sin comerlo ni beberlo, el sujeto investigado ve cómo la generalidad de sus conciudadanos comienzo a verlo con ojos de malicia, considerándolo una especie de malhechor al que la opinión pública condena sin que pueda defenderse.

Llegados a este punto habrá quien piense –sobre todo si es jurista- en la presunción de inocencia. Pero esa es una institución jurídica, no social, que lo amparará posteriormente en el correspondiente proceso penal. Hasta que se llegue al proceso, por lo general siempre tarde, lo que habrá sucedido es que el instigador se habrá deshecho para siempre de un rival inocente que entorpecía sus apetencias, gracias a la utilización espuria de medios de investigación “parapoliciales” y de los indicados poderes del Estado. Lo que sorprende es que ante casos como el descrito, de injusta aniquilación del honor de un tercero inocente, haya partidos políticos con tanto histerismo “anticorrupción” que se pronuncian a favor del cese del político víctima de la maniobra de un adversario.

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