Aunque puede que algunos de ustedes no lo sepan (espero que casi nadie), pertenezco a la generación de los nacidos a partir de los años cuarenta y cinco del siglo pasado. Y como voy a generalizar y, por tanto, a incurrir en numerosas inexactitudes, pido disculpas por anticipado a todos aquellos que no se sientan reflejados en lo que diré seguidamente.
Las viviendas de la clase media de entonces eran, por lo general, bastante más espaciosas que las actuales. Entre otras razones, porque las familias estaban formadas por un número mayor de miembros, y porque todavía no había comenzado la codiciosa especulación del suelo característica de nuestros tiempos. Por eso, no era infrecuente que los abuelos, o alguno de ellos, viviesen sus últimos años o en su propia casa o en casa de sus hijos rodeados de sus nietos.
El aumento del nivel de vida habido en los últimos treinta años desembocó, sorprendentemente, en una considerable reducción de las viviendas. Conservando España la misma extensión (505.000 kilómetros cuadrados), los pisos medios se redujeron de tamaño hasta tal extremo que –y disculpen la exageración- casi hay que racionar el aire que le toca respirar a cada uno de los que habitan en ellos para que no haya asfixias.
La menor cabida de la vivienda coincide en el tiempo con una venturosa ampliación de la longevidad de los más mayores de la familia. Lo cual supone que hoy haya familias –y no son pocas- que están integradas por bisabuelos, abuelos, padres, hijos, nietos y bisnietos.
Pues bien, el hombre moderno, al fenómeno del aumento de la cohabitación familiar, responde –se dice cínicamente que en aras a la asignación más eficiente de nuestros escasos recursos- reduciendo los llamados módulos habitacionales. De tal suerte que, en nuestros días, los de más edad viven solos, mientras pueden, y, cuando ya no es factible, con alguno de sus hijos.
Pero, en los tiempos hacia los que vamos, a los de mi generación seguramente nos tocará vivir nuestros últimos años en residencias geriátricas, que no se llamarán así, sino con un eufemismo supuestamente más tranquilizador. La suerte de nuestros hijos es que nuestra generación les facilitará hasta tal punto las cosas, que incluso les evitará el amargo trago de dejarnos en ellas: iremos sin aspavientos por nuestro propio pie.
Y tal vez convencidos por el argumento del genial García Márquez, de que el que marca el paso del pelotón es el que camina más despacio, les diremos: “no os preocupéis, nosotros vamos más despacio, sabemos que nos queréis, pero que la consumista y vertiginosa vida moderna os exige otro ritmo”. Y así, mi generación abrirá camino una vez más, ya que nuestros nietos considerarán natural hacer con sus padres lo que estos hicieron con nosotros.
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