Como seguramente sabrán, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) acaba de condenar a España por haber sometido a “tratos inhumanos o degradantes” a los dos miembros de la banda terrorista ETA que pusieron una bomba en la T-4 del Aeropuerto de Madrid-Barajas el 30 de diciembre de 2006. En las líneas que siguen, voy a realizar una serie de reflexiones siendo plenamente consciente de que se trata de un asunto vidrioso en el que se corre el riesgo de que prevalezca la emoción sobre la pasión. Y es que para la generalidad de la ciudadanía los autores de un atentado que ocasionó dos muertos y numerosos heridos son seres abyectos que no merecen ningún tipo de consideración, por lo que cualquier trato que reciban será merecido.
Los juristas, en cambio, estamos obligados a analizar las cuestiones penales sin visceralidad y con escrupuloso respeto del ordenamiento jurídico. Lo cual implica valorar los conflictos desde la óptica desapasionada de las normas jurídicas que, en los países democráticos, constituyen la verdadera garantía la libertad del individuo, siempre que, como decía Montesquieu, estemos hablando de que “las leyes criminales sean buenas”.
El fallo del TEDH condena a España porque entiende que vulneró la prohibición de tratos inhumanos o degradantes que recoge el artículo 3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Este artículo establece que “Nadie podrá ser sometido a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes”. Norma ésta que forma parte del artículo 15 de nuestra Constitución, a cuyo tenor “Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes”.
En su jurisprudencia, el TEDH considera que el citado artículo 3 de la Convención consagra uno de los valores fundamentales de las sociedades democráticas y lo considera como un derecho absoluto e inalienable estrechamente ligado al respeto a la dignidad humana. Subraya, además, que ese principio no sufre derogación alguna, incluso en caso de peligro público que amenace la vida de la nación. Y concluye que incluso en las circunstancias más difíciles, tales como la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado, la Convención prohíbe en términos absolutos la tortura y los tratos inhumanos o degradantes.
En los medios de comunicación, ha habido suficientes valoraciones de la sentencia condenatoria del TEDH, por lo que no me voy a detener en la misma, sino a efectuar una reflexión más general que tiene que ver con la norma misma contenida en el artículo 3 de la Convención y que ha recogido también el artículo 15 de nuestra Constitución.
Con todos los respetos que me merece un principio democrático de tanta significación para la defensa de la dignidad del individuo, como es el de la prohibición de los tratos inhumanos y degradantes, me permito señalar que ha sido tipificado, tanto en la Convención como en nuestra Constitución, recurriendo a unos términos demasiado vagos e imprecisos que pueden dar lugar a acusaciones imprevisibles y a juicios arbitrarios. Porque si bien se puede saber cuándo un trato es humano y dignificante, ¿ a partir de qué frontera se convierte en inhumano o en degradante? ¿No se está haciendo referencia a un sentimiento que depende de la forma de ser de cada individuo de modo que lo que es degradante para uno puede no serlo para otro?
Por otra parte, basta acudir a la significación gramatical de estas palabras para advertir de inmediato que nos movemos en un terreno que deja un amplio margen para la arbitrariedad. Así, “inhumano” significa “falto de humanidad” y por “humanidad” se entiende “fragilidad o flaqueza propia del ser humano”, “sensibilidad, compasión de las desgracias de otras personas” o “benignidad, mansedumbre, afabilidad”. Mientras que por “degradante” se entiende desde “privar a alguien de las dignidades, honores, empleos y privilegios que tiene” hasta “humillar, rebajar, envilecer”. ¿Se sabe a la vista de estas acepciones qué es inhumano o degradante?
Por eso, vuelvo a citar a Montesquieu que reivindicaba el el principio de “taxatividad” de la ley penal para oponerse al uso despótico del derecho penal y a través del cual se exige al legislador “univocidad semántica” para que todos los individuos puedan saber las acciones que pueden realizar sin el temor a ser castigados. Pues bien, ¿sabemos con la precisión que exige la ley penal qué acciones suponen inequívocamente un trato inhumando o degradante? ¿No revela falta de precisión que el Tribunal Supremo español no considere inhumano y degradante lo que el TEDH entendió que lo era? Ustedes mismos.
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