El solo hecho de escribir, sea sobre realidad o ficción, supone un esfuerzo que es propio de un espíritu sumamente generoso. Es posible que el impulso de escribir sea fruto de una necesidad del autor. Y cabe también que la decisión de publicar lo escrito no esté exenta de ciertas dosis de vanidad. Pero es innegable que quien escribe y publica, da en cada una de sus obras una parte de sí mismo, de su experiencia vital, de su saber o de su mundo de ficción. Y la mayoría de las veces a cambio de casi nada o de muy poco.
En el momento de escribir, el autor, me refiero ahora al autor de novelas de ficción, tiene la esperanza de que su obra llegue a ser muy leída. Por eso la escribe. Pero aunque le asalte la duda de que pueda resultar un fracaso de lectores, no deja por ello de escribirla. Pueden más sus deseos de dar una parte de sí mismo y de inmiscuirse en las mentes de otros, que el destino que haya de correr su obra. Y es que en el momento mismo de escribir acepta ya el porvenir del fruto de su intelecto. Por eso, la gran mayoría de los que escriben lo hacen sabiendo que su arte no les dará ni siquiera para malvivir. E incluso los pocos que llegan a poder vivir de sus obras, son por encima de todo autores: sienten más la necesidad de crear que la de obtener un rédito de su tarea. Porque saben que el hecho de alcanzar la profesión de escritor no es algo que dependa tanto de ellos mismos, como de nuestras decisiones de compra.
Se dice que, en nuestros días, el público de los lectores se ha “infantilizado”, en el sentido de que le gustan sobre todo historias con final feliz; es un fenómeno que tiene que ver con la “comercialización” de la literatura, cuyo objetivo último mira más a que el público se entretenga que a que se plantee problemas. La lectura se convierte así en un instrumento más para banalizar nuestra realidad. Cuestión ésta que seguramente tiene que con lo complicada que ya es en sí misma la vida moderna.
En cualquier caso, al verdadero escritor lo que realmente le interesa es que se lean sus obras. Su esfuerzo, su generosidad, y el bien que, por lo general, éstas nos procuran, bien merece que las leamos. Porque, como ha escrito alguien, un libro que no se lee es como un teléfono que suena y no lo descolgamos. Nos quedaremos, por ello, sin saber algo que querían decirnos, y, sobre todo, si se trataba de algo que, más allá de entretenernos, pretendía realmente enriquecer nuestro espíritu. Como le escuché a alguien una vez “me gustan las novelas que después de leerlas sé algo más que cuando las empecé”.
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