En su novela «Conversación en la catedral», Vargas Llosa hace que Santiago se pregunte «¿en qué momento se había jodido el Perú?». Por mi parte, llevo tiempo interrogándome sobre en qué momento «envenenamos» mentalmente a nuestros hijos o, por mejor decir, a partir de cuándo los inficionamos con malas doctrinas. Tal y como queda planteada, la pregunta supone tres aseveraciones: que fuimos nosotros los envenenadores, que hubo unas generaciones posteriores a las que hemos infectado y que las hemos corrompido con falsas creencias.
Teniendo en cuenta la contemporaneidad de las generaciones implicadas, la respuesta a las dos primeras preguntas solo puede encontrarse en el pasado más reciente. Lo cual me produce una cierta preocupación porque, como escribió Stefan Zweig en «Castelio contra Calvino», «siempre son los contemporáneos los que menos saben de su propia época. Los momentos más importantes escapan, sin que se den cuenta, a su atención, y los verdaderamente decisivos casi nunca encuentran en sus crónicas la debida consideración».
Por eso, para responder con el mayor rigor posible voy a seguir tres consejos que nos ha dejado Baltasar Gracián en su «Arte de la Prudencia». Es el primero proceder con «cautela al informarse» (80), porque se vive más de oídas que de lo que vemos, y «de ordinario la verdad se ve y excepcionalmente se oye». Reza el segundo que hay que «librarse de las necedades comunes» (209), ya que «gozan de prestigio por estar muy extendidas», añadiendo que «algunos vencen la propia necedad pero no saben escapar de la común». Y el tercero consiste en «ser claro» (216) porque sin claridad «los hijos del alma (decisiones e ideas) no salen a la luz».
Aunque siempre presenta una gran dificultad hacer delimitaciones generacionales, para la finalidad que persigo basta con señalar que entre las «envenenadoras» incluyo a mi generación y sus coetáneas, y entre las «inficionadas» todas las posteriores hasta la actualidad, por entender que persisten en ellas los efectos del envenenamiento. Admito de entrada que habrá muchos que se sientan indebidamente incluidos en unas o en las otras e incluso quien sea reacio a imputaciones tan generales, pero antes de que alguien se autoexcluya me gustaría que siguiera leyendo hasta el final.
Y es que la cuestión esencial de la presente reflexión es determinar cuál ha sido el veneno que les hemos inoculado a nuestros hijos. Son varias las ponzoñas, pero creo no equivocarme demasiado si digo que veo dos que sobresalen sobre las demás: una en el ámbito familiar y la otra en el político-social.
En el entorno familiar, el tóxico es que no supimos educarlos correctamente. Y que quede bien claro desde el principio que me refiero a «educar» en el sentido de desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc. Y no a «instruir», esto es, «enseñar, comunicar sistemáticamente ideas y conocimientos».
Gibran Khalil Gibran escribió en «El Profeta», refiriéndose a los padres: «Sois los arcos con los que vuestros niños, cual flechas vivas, son lanzados». Seguidamente, sugiere que es el Arquero, y no los padres, quien fija el blanco y que el gozo de los padres-arcos debe ser la tensión que nos causa el Arquero con su mano.
Hace algunos años era menos discutible la idea de Kahlil, ya que estaba más extendida la creencia en la decisiva intervención del Arquero en el destino de nuestras vidas y las de nuestros hijos. Hoy se tiende más a indagar sobre nuestra propia responsabilidad en lo que nos sucede que a traspasársela sin más a un tercero «todopoderoso». Por eso, se puede decir que los padres, más que el arco, hemos sido los arqueros, y que nos correspondió tensarlo, fijar el blanco, apuntar y lanzar las flechas; o, dicho de otro modo, educar a nuestros hijos.
Pues bien, al igual que a los de otras generaciones, a los arqueros de la mía tampoco nos enseñaron a educar, porque eso es algo en lo que nunca se ha podido instruir a nadie. Por ello, educamos según somos; y somos fruto de nosotros mismos y de nuestra circunstancia, configurada básicamente por el ejemplo, tanto positivo como negativo, que hemos recibido de todos los que nos rodeaban y por las corrientes de la época en la que nos ha tocado vivir.
Cada generación suele situar en el centro de sus anhelos aquello que más echa en falta. Creo que la mía –al menos en lo que yo observé– buscaba ansiosamente la libertad democrática. Y mientras trataba de alcanzarla, se fue consolidando, en lo material, el incipiente bienestar originado por las generaciones anteriores. En mi generación confluyeron, pues, la sociedad de consumo –que se iniciaba– y la entronización de aquella libertad.
En la combinación de ambas, está, tal vez, una explicación de la errónea educación que hemos dado a nuestros hijos. En efecto, en el aspecto material, nos dedicamos a incrementar, pero también a consumir, los medios económicos que íbamos teniendo a nuestro alcance. Pero no lo hicimos de un modo egoísta excluyendo a nuestros hijos. Probablemente porque nuestra conciencia no nos permitía otra cosa, los hicimos participar intensamente de ese bienestar. «Consumimos», pues, conjuntamente nosotros y ellos, sin darnos cuenta de que también había que enseñarles que las cosas se consiguen con esfuerzo.
En el plano de las ideas, tratamos de educarlos en los valores democráticos de la libertad y la igualdad. Desechamos el modelo anterior de la educación autoritaria y situamos a nuestros hijos en un entorno de autorresponsabilidad. Y claro, en este ambiente es mucho más difícil saber lo que ha de hacerse en cada momento. Por lo cual, en cierto modo, somos también los causantes de las inseguridades que pudieron padecer y del desconcierto que les supuso educarse sin sentir los férreos, pero imprescindibles, cauces de la autoridad.
Si del plano familiar pasamos al político-social, la falsa creencia que les inoculamos fue que la Constitución instauró un Estado repleto de «derechos» sin apenas obligaciones. Y es que basta ojear nuestra Constitución para advertir de inmediato el impresionante inventario de derechos y libertades que se reconocen a los ciudadanos en contraste con el consiguiente –aunque bastante más reducido– de sus deberes. Pero entiéndaseme bien: el problema no está en los derechos y libertades acertadamente reconocidos por nuestra Carta Magna, sino en el modo erróneo en que las generaciones que veníamos del régimen anterior les transmitimos el alcance de los mismos.
Cada generación tiene que enfrentarse con los problemas de su tiempo. Nuestros padres soportaron una guerra civil, reconstruyeron España y padecieron una pobreza extrema. Nosotros lo tuvimos más fácil: hicimos la Transición y contribuimos decisivamente a implementar el Estado del bienestar. ¿Y las actuales? Quizás el hecho de haberlas mimado tanto –«envenenarlas» con todo cariño– ha contribuido a que hayan sabido resistir tan malamente la reciente crisis económica, surgiendo incluso entre ellas movimientos que han reaccionado con una ira inusitada contra el actual sistema democrático. ¿No es este un caso claro de cómo el «veneno» del que hablo ha debilitado a nuestros hijos para afrontar con fortaleza los problemas de su tiempo?
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