José Manuel Otero Lastres el 13 oct, 2020 Como sabrán muchos de ustedes, la jueza Amy Coney Barrett, propuesta por Donald Trump para ser magistrada del Tribunal Supremo, está pendiente de su confirmación por el Senado. Si obtiene dicho respaldo, se convertirá en el noveno miembro del más alto Tribunal de los Estados Unidos de Norteamérica en sustitución de otra gran magistrada Ruth Bader Ginsburg. Lo noticiable del más que probable nombramiento de Amy Coney Barrett es que se trata de una mujer católica, practicante, con fuertes convicciones religiosas, madre de siete hijos, uno de ellos con síndrome de Dawn y dos adoptivos, procedentes de Haití. Y que viene a sustituir a la magistrada Ginsburg, calificada como progresista, lo cual desequilibraría todavía más el Tribunal Supremo que contaría con 6 jueces conservadores por 3 progresistas. La división entre magistrados progresistas y conservadores, que se ha extendido a los juristas en general, es un lenguaje periodístico que a fuerza de ser repetido acabará siendo aceptado, a lo cual me resisto. Y más aún, cuando se intenta relacionar de manera subliminal cada una de estas dos etiquetas con la cualificación profesional: juez progresista equivaldría a buen juez, y juez conservador vendría a ser sinónimo de peor juez. Es evidente que cuando se atribuye a un juez la condición de progresista o la de conservador lo que se está es aludiendo a su ideología personal, al grupo político al que debe su puesto, o a ambas cosas a la vez, porque suelen ir unidas. Pero con ser estos datos relevantes desde el punto de vista personal, deberían carecer por completo de relevancia a la hora de ejercer su noble y elevada función de juzgar y hacer cumplir lo juzgado. Los jueces tienen que aplicar la ley de acuerdo con lo que ha resultado probado y dejando por completo al margen la más mínima brizna de arbitrariedad. Por eso, aunque la ideología personal pueda influir en su modo de ver la vida y, por ende, en su manera de entender la justicia, en ningún momento debe apartar al juez de lo que es la estricta aplicación de la ley. Y es que los ciudadanos, también los norteamericanos, tenemos derecho a una sentencia fundada en derecho, suficientemente razonada y motivada, desprovista por completo de arbitrariedad y que no genere indefensión. A pesar de lo que antecede, viene siendo tan intensa la influencia de la política en la justicia desde el comienzo mismo de nuestra democracia, que lo que más parece interesar a los informadores de un juez es si es progresista o conservador, que no son calificativos profesionales, sino políticos. Lo cual, bien mirado, acaba por deformar grotescamente la figura del juzgador: no importa si tiene una gran formación jurídica, si su nivel ético es excelso, si no es influenciable por circunstancias ajenas al caso, si atina cada vez que sentencia porque aplica impecablemente la ley, lo relevante es su pensamiento político. Y esto es lo que está sucediendo con la Jueza Amy Coney Barrett. La prensa recuerda que cuando fue examinada en 2017 en el Senado para ascender a magistrada, la senadora demócrata de California Dianne Feinstein, alarmada por el catolicismo de Barrett y sus profesiones de fe, le dijo: «el dogma habita fuerte dentro de usted». Lo cual invita a preguntarse si ser católico practicante es un grave inconveniente para ser magistrada del Tribunal Supremo de los EEUU. ¿Qué es mejor para ocupar un puesto en este altísimo Tribunal ser de budista, musulmán, agnóstico, ateo? ¿Dónde está escrito? Sociedad Comentarios José Manuel Otero Lastres el 13 oct, 2020