José Manuel Otero Lastres el 14 ene, 2017 La Voz de Galicia de ayer titulaba “Sanidad ensayará el currículo anónimo para evitar la discriminación sexista”. Y en el cuerpo de la noticia añadía: “Candidato X. Ni foto, ni edad, ni nombre, ni sexo. Solo deberá constar lo importante: la formación académica y la experiencia laboral”. Ésta es una de las medidas que avanzó la ministra de sanidad, servicios sociales e igualdad, Dolores Monserrat, en la Comisión de Igualdad del Senado para “frenar la discriminación a la hora de acceder a un puesto de trabajo y evita el sexismo”. Aunque puede ser bienintencionada, esta apuesta por la despersonalización me parece una ocurrencia más de las que tanto florecen en los tiempos actuales gracias al clima de demagógico populismo que respiramos. Hablo de “despersonalización” porque se trata de una medida que trata de “quitar a alguien su carácter o atributo personales, hacerlo perder la identidad” (acepción 1 de la palabra despersonalizar según el Diccionario de la RAE). Lo cual supone, nada más y nada menos, que un intento inútil de tratar de ignorar las indisimulables diferencias que acaecen en el aleatorio momento de la concepción de cada ser humano. En efecto, como he escrito en otro lugar, en el momento en el que somos concebidos recibimos nuestro ser sin que nadie nos pregunte si queremos existir y si nos gustan o no los concretos atributos intelectuales y físicos que recibimos. Somos como nos conciben, sin tener la más mínima posibilidad de interferir en nuestra identidad personal. Puede ser injusto, pero es así y, por el momento, nada se puede hacer por cambiarlo. La persona que somos, insisto, es el resultado de una combinación aleatoria e incontrolada (al menos por ahora) de factores, entre los que ocupan una posición esencial los genéticos. Y en ese reparto azaroso de cualidades físicas, intelectuales y hasta económicas cada uno tiene su propia suerte. Desde la de nacer completamente sano o enfermo, con suficiente capacidad intelectual o pocas luces, ser más o menos agraciado o feo, y nacer en una familia pudiente o pobre de solemnidad. Es de suponer que el hecho mismo de que cada uno tenga su propia identidad personal obedece a alguna razón ontológica, pero, en todo caso, es irrebatible que somos distintos unos a otros y todo parece apuntar a que debe obedecer a algo. Otra cosa es en qué nos convertimos: éste es, si se puede decir así, el resultado de lo que hemos ido haciendo. Lo que somos es el “prius” (el antes) y lo que hacemos el “posterius” (el después). Pues bien, convertir a todos los candidatos a un puesto de trabajo en seres X, uniformes, sin rostro, sin sexo, ni edad, lejos de evitar la discriminación, supone una especie de aquelarre igualitario, una cita a ciegas laboral en el que cada aspirante tiene que ocultar su personalidad para que el empleador no sepa a qué persona contrata. El currículo anónimo solamente revela qué es el candidato o si se prefiere qué sabe, pero no quién es. O dicho de otro modo, valora el posterius pero no el pruius. Y tengo para mí que lo primero y más importante de cada uno de nosotros es quiénes somos y no lo que sabemos. Aunque no hacen falta ejemplos, recuerdo que una vez optó a una plaza de profesor universitario un candidato que tenía un magnífico expediente académico, pero con serios problemas mentales que no se reflejaban en su currículo. Con el sistema que intenta propugnar la ministra tendrían que haberlo contratado, pero hubiera sido un error indisculpable que no habría soportado la ministra de turno, sino la universidad y los alumnos. Otros temas Comentarios José Manuel Otero Lastres el 14 ene, 2017