La primera presa de Madrid, la obra de ingeniería destinada a llevar la vida moderna a la capital, fue en realidad un enorme fiasco.
Un siglo y medio después del desastre, el Pontón de la Oliva, cerca de Patones y Torrelaguna, a menos de 80 km de Madrid, es un reino de paz. El embalse más antiguo de todo el sistema de presas del Canal de Isabel II es hoy un lugar abandonado para el propósito con el que nació (almacenar agua) y recuperado como un espacio para senderistas y escaladores. La ruta a pie es fácil y llena de encanto, un paseo que apenas requiere una mañana a ritmo pausado, con vistas al río Lozoya y a los cortados de piedra caliza que le escoltan, convertidos en un símbolo de la escalada en el centro de España.
A mediados del siglo XIX, apenas llegaban 5 litros de agua por habitante y día a las casas de Madrid. A algunas casas. La ciudad crecía y hacía falta modificar y ampliar aquel deficiente sistema de abastecimiento. Bravo Murillo, ministro de Obras Públicas, le encargó a los ingenieros Juan Rufo y Juan de Ribera un proyecto para aliviar el problema. Aquella petición se concretó en una presa de 27 metros de altura y 72 metros de ancho ideada para recoger el agua del río Lozoya antes de su encuentro con el Jarama, en una zona conocida como el Cerro de la Oliva.
Aparentemente, el lugar era perfecto: una garganta natural relativamente fácil de abrochar. Pero había una trampa oculta: las filtraciones de agua provocadas por el carácter kárstico de las calizas de la zona. La permeabilidad de las calizas depende de sus características y de su estructura, pero los procesos de disolución química de la caliza dan lugar a oquedades por las que se cuela el agua. En el Pontón se escurría entre las rocas como entre los dedos. En la construcción trabajaron más de 4.000 personas, la mitad de ellos presos de las Guerras Carlistas. Las obras duraron desde 1851 hasta 1858. El 24 de junio de 1858 se inauguró la llegada de las aguas a la fuente de la calle de San Bernardo. Pero pronto los expertos aceptaron que aquel gigantesco esfuerzo había sido inútil. En 1882 se finalizó la presa de El Villar, y el quebradero de cabeza del Pontón pasó a mejor vida.
La ruta a pie, que es lo que nos ocupa, es realmente sencilla y agradable. Basta con llegar a la cima de la presa por una escalera cómoda, que forma parte de la infraestructura, y luego caminar a mitad de ladera -por un sendero bien visible- unos siete kilómetros, ida y vuelta. A la derecha discurre el Lozoya, con sus aguas limpias y frescas, y en la pared de enfrente se halla la zona de escalada sobre roca caliza más conocida y concurrida de esta zona, en la frontera entre Madrid y Guadalajara. Se aprecian las vías marcadas, que van desde los siete metros en algunos sectores, como el Stradivarius, a los cincuenta en el Perejil o en el Muro de las Lamentaciones. Un día entre semana apenas suele haber media docena de deportistas, pero el fin de semana la pared se llena de “hormigas” colgadas de sus cuerdas y mosquetones, cortado arriba, en busca de sus límites.
En algún momento de la ruta se puede bajar desde la ladera al centro del cañón, a la pradera verde que escolta el cauce del Lozoya. Solo se escucha el runrún del agua. Alrededor, entre las lascas de pizarra y la ribera, de un verde reluciente, hay quejigos y olmos, fresnos y alisos, y chopos, claro. En algún momento de la ruta, tres o cuatro kilómetros después de la salida, de nuevo en la senda marcada, nos encontraremos cara a cara con un fresno centenario de tamaño y porte imponentes, con alguna rama impensable que se extiende varios metros en horizontal.
La descrita es una ruta desde el Pontón de la Oliva, dejando el coche en el aparcamiento que está en la parte baja de la presa (hay otro aparcamiento en la parte alta). Si nos sobra tiempo, continuando por la carretera que lleva a Alpedrete de la Sierra, desde la parte baja de la presa, se pasa por el puente que cruza el río Lozoya, y allí hay un tercer aparcamiento desde el que llegar a pie a una espectacular zona de cárcavas, un paisaje mágico de pináculos rojizos, infrecuente en esta zona de la península. Desde la salida, la ruta fácil a las cárcavas apenas tiene cuatro kilómetros de ida y vuelta.
Al regreso en coche hacia Madrid se vuelve a pasar por Patones de Abajo, desde donde sale una carretera hacia Patones de Arriba, un reino de pizarra y, también por eso, uno de los pueblos más bonitos de Madrid. Los fines de semana suele haber demasiada gente, pero entre semana, resulta reconfortante un paseo entre sus casas, cuesta arriba y cuesta abajo, y una comida en alguno de sus encantadores restaurantes.
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