He tenido la fortuna de leer la biografía que Carmen Donate ha realizado de la vida de Enrique Lozano, miembro fundador del grupo malagueño Los Íberos –grupo hoy reivindicado por los mods a nivel internacional-, en la que narra con nítidos recuerdos su infancia y adolescencia en un Torremolinos que era un vergel. Los Íberos llegaron a ser el mejor grupo en directo a finales de los sesenta. Es muy emocionante cuando el guitarrista y alma mater del grupo rememora el concierto grandioso que dieron antes de Los Bravos y de cuyo clamoroso éxito salió el contrato para grabar en Londres las doce canciones de su primer y único álbum. Hazaña esta de grabar en Londres un larga duración que no consiguió ningún otro grupo español de la época. Aquel concierto se celebró en el club Caravelle de la calle Barceló de Madrid. Enrique Martín Garea, director de Columbia, se encargó del fichaje. Viajaron en avión él y Adolfo, en dos ocasiones. La primera para grabar en los estudios Chappell en New Bond Street, seis temas en manos del arreglista Mike Vickers, quien hizo un trabajo fantástico. Enrique y Adolfo alucinaron con lo que aquellos músicos británicos eran capaces de hacer con las canciones que habían elegido, sobre todo “Liar Liar” de James J. Donna, que había sido grabada ya antes por The Castaways. Lo mismo que con “Nightime” de John Pantry. En el siguiente viaje grabaron las otras seis, pero esta vez en los estudios de la Decca, con Ivor Raymonde, arreglista de Los Bravos, y “ahí la magia no se repitió”. En los estudios coinciden con Julio Iglesias, que estaba en ese mismo momento grabando “La vida sigue igual”.
La historia de Los Íberos es larga y plagada de curiosos pasajes, desde la primera guitarra Gibson Melody Maker que le trae Mr. Bob, el norteamericano bienhechor a Enrique cuando trabajaba de barman en la sala de fiestas de Torremolinos El Mañana y soñaba con tocar como Chet Atkins, la primera formación del grupo, su viaje a Londres en 1963, sus actuaciones primero en Inglaterra en el Whisky a Go-Go del Soho y luego en Alemania y por toda Europa. El generoso mecenazgo de Gaudini, su mánager y protector. Su impotencia al ver que estaban desaprovechando una oportunidad única -los componentes del grupo solo pensaban en ligar y divertirse-, y su vuelta a empezar una segunda etapa que será la definitiva. Ahora nuevos miembros, que se lo toman mucho más en serio. De nuevo en ruta con parada en la estación de Atocha, a una pensión, con los bártulos y poco más, a la busca de una nueva oportunidad.
No tardan en encontrar lugares en los que actuar, en Madrid suben al escenario de prácticamente todos los clubes de la capital, desde las primeras actuaciones en Nika´s, donde comienzan gracias a que Scorpions -sí, el grupo de Klaus Meine y Rudolf Schenker que, casualidades de la vida, había coincidido con Enrique en la primera etapa de los Iberos en su gira por Alemania- les permiten subir a tocar tres canciones cada noche. Luego pasan al club Picadilly hasta que Fernando García de la Vega les ofrece una sección semanal en la televisión dentro del programa Escala en Hi-Fi. Enrique, junto a Cristo, Diego y Adolfo, se convierten en estrellas televisivas y ven cómo sus fans son cada vez más, les siguen a todos los conciertos. Muchos de ellos chicos y chicas de familias bien, que llegan con chófer hasta la puerta.
En el Picadilly y otras salas Los Íberos coinciden en el escenario con Los Impala venezolanos, Los Pasos, Los Canarios, Los Bravos, Los Ángeles, Los Brincos, Los Buenos, Los Jockers, Los Cambios -primer nombre de los que serían Fórmula V-, Los Pop Tops y muchos otros. Recuerda el Madrid de 1967 y 1968 como un hervidero de grupos en decenas de salas en las que apenas si se anunciaba quién iba a tocar cada noche. Enrique, que se había pateado media Europa con manager y una impecable promoción, se encontraba con una escena que funcionaba sin managment ni promoción de una manera muy poco profesionalizada. Consiguen finalmente entrar en la mejor sala, el club Mónaco, de la cadena del señor Blanco, donde coinciden con Carlos Tena y José María Íñigo. A su difusión les ayudó mucho Rafael Revert, del Gran Musical. Iván Zulueta los integra en el reparto de su película Un, dos, tres, al escondite inglés.
Carlos Guitar, director artístico de Movieplay, hacía tiempo que les había ofrecido contrato. Sin embargo, ellos se negaron porque exigían grabar en Londres. Dicha tozudez les salió cara, puesto que tuvieron que llegar muy arriba, destacar hasta convertirse en el mejor grupo en directo de la escena madrileña, para que finalmente el sello Columbia accediera a sus deseos tras aquel mítico concierto en Caravelle, cuando el público, tras su actuación, no dejaba de corear su nombre, impidiendo la salida de Los Bravos -que eran las estrellas de la noche- para realizar su actuación. Recuerda sin embargo con cariño Enrique lo mucho que les ayudaron los componentes de Los Bravos y, en general, el gran ambiente de compañerismo que había entre los grupos.
Pero para entonces la música iba cambiando de derroteros, la beatlemanía estaba a un paso de apagarse, y el tren lo cogían a destiempo. Los solistas se convertían en las apuestas favoritas de las discográficas y un grupo como Los Íberos suponía, en el vértigo de aquellos años, el canto del cisne del movimiento beat. Fue una rareza para los ingleses ver un conjunto español cantando en inglés, y mayor rareza aún para los españoles. Solo cuatro de las doce canciones del LP de 1969 eran en español.
Escuchando las canciones en español, destaca “Las tres de la noche”. Cuenta Enrique cómo la tenía guardada desde mucho tiempo antes, de la primera etapa de los Íberos. La compuso una noche que estaba leyendo un libro de versos de Lope de Vega. De entre las cantadas en inglés, las hay magníficas, como “Liar Liar”, “Back in Time”, “Hiding behind my smile”, “Mary Anne She” y, sobre todo, “Summertime Girl”.
El libro de Enrique Lozano narra una época y un universo apasionante contado de primera mano. Escrito y terminado en 2013 con el título de A la búsqueda de una identidad por Carmen Donate sobre los recuerdos de Enrique, supone un pequeño tesoro para quien quiera conocer y ahondar en los colores de la música pop española de los años sesenta con un poco más relieve del habitual. Por el momento solo hay una manera de hacerse con él, y es contactando con la autora, ya que se editan artesanalmente.
Tras la lectura le aguijonea a uno la curiosidad de saber más sobre esas salas de fiestas de la capital -ya desaparecidas todas-, las anunciadas como “las salas de la juventud” en los periódicos de la época, clubes como el Liverpool cerca de Ventas, de cuyos conciertos habla Enrique maravillas, una sala regentada por un joven estudiante universitario y cuyo público, que abarrotaba el local, tenía algo que hacía que unos Íberos ya encumbrados frecuentaran su escenario cobrando muy por debajo de su caché.
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