Imagino a Waldo de los Ríos en su chalet El Olivo del parque del Conde Orgaz a finales de marzo de 1977 saltando por encima de la verja del jardín para salir conduciendo bruscamente su Lamborguini Jarama, de color verde, por la urbanización. En su cabeza se recomponía toda la música del mundo. Hijo de Buenos Aires afincado en España, su estilo único al frente de la orquesta y en la composición y adaptación de piezas clásicas consiguió abrir un bello puente, personalísimo, entre el pop y la música culta.
Oswaldo Nicolás Ferrando se convirtió en una figura irrepetible en la música española por su doble faceta, por un lado la de creador de adaptaciones de piezas clásicas de Haydn, Beethoven o Mozart, sus famosas oberturas o fragmentos de ópera, como Nabucco o cantatas como Carmina Burana; y, por otro, por su trabajo como arreglista y productor de Miguel Ríos, Karina, Raphael y, sobre todo, Mari Trini.
La colaboración de Waldo de los Ríos con Mari Trini tocó el cielo cuando en 1970 se hace cargo de las elaboradas canciones de la cantautora de Caravaca, Murcia. Tras una infancia difícil, en la que la enfermedad la tuvo postrada y donde se cimentó su peculiar sensibilidad leyendo mucho a Neruda y componiendo versos desde niña, había iniciado una particular odisea que la llevaría a Madrid ligera de equipaje, para siendo casi una adolescente ser “raptada” por el prestigioso director de cine Nicholas Ray en 1963 quien la lleva a Londres a estudiar teatro. El lugar adecuado en el momento justo. Pocos años después Mari Trini se marcha a París, donde grabará sus dos primeros discos. En este proceso lento de gestación, Mari Trini se va empapando de un ambiente cultural envidiable, que unido a su portentoso talento interpretativo coagulará en esa obra maestra que es Amores, un microsurco de larga duración que supondrá el paso a la inmortalidad para la cantante. Una cantante que ha sido comparada con Edith Piaf – grande Mari Trini cantando “Non je ne regrette rien” de la Piaf-. Aunque a mí también me recuerda mucho a Marianne Faithfull.
Amores no fue ni el primero ni el único disco memorable de Mari Trini. Aunque sí el más perfecto, equilibrado e indestructible de todos cuantos grabó. En 1969 se había estrenado en formato grande con Mari Trini, y le sucederían Escúchame (1971) y Ventanas (1973). Y, luego, ya pasado el ecuador de la década, en otros tiempos y otro clima, El tiempo y yo (1977), Sólo para ti (1978), A mi aire (1979), Oraciones de amor (1981) y Una estrella en mi jardín (1982). Hasta llegó Mari Trini a reinventarse en clave de rock en Espejismos (1990). Una carrera larga y brillante, como la de una estrella que llegara desde algún lugar del universo. Porque “no hay naufragios, solo estrellas”.
Mari Trini trascendía el simple dominio del arte de la escena. Fue capaz de transmutar sus defectos físicos de manera que solamente tuvieras contacto con la tensión dramática de los versos, siempre suspendidos en el aire, aflorando en un esfuerzo titánico para vencer la insoportable timidez con valentía, diciendo cosas sobre el amor tan al desnudo que pocos se han atrevido a hacer algo parecido después. La emoción dramática de Mari Trini debe mucho a Jaques Brel -se atrevió a versionear “Ne me quitte pas”-, haciendo de la aparición en escena de Mari Trini una transustanciación de la materia que convertía su menudo y ligeramente encorvado cuerpo, sus labios deslavazados, sus ojos de fuego inocente, en una transformación molecular ante la mirada atónita del publico, que solo veía algo extremadamente bello.
Las diez canciones que componen Amores fueron compuestas por Mari Trini con anterioridad a 1970, pero tuvo que ser la compañía Hispavox quien confió en ella como cantautora de su propio repertorio. El trabajo de Waldo de los Ríos para Mari Trini es sencillamente un prodigio. Hoy puede sentirse la misma mezcla de emociones a flor de piel al escuchar “Un hombre marchó”, “Cuando me acaricias” o “Amores”, canciones que la hacen ascender a un lugar de privilegio en la música española. Una mujer en el arranque de la década de los años setenta dueña de su destino, aun cuando su destino no fuera otro que el de amar a cada instante. Y el de enseñarnos a los simples mortales cómo buscar el amor. “Cuando la lluvia cae, se funde el hielo”.
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