Cuando leí consternada que Homer, una lince ibérico del Centro de Cría en Cautividad de El Acebuche en Doñana, había muerto porque su corazón no pudo soportar el estrés durante su desalojo por el incendio de Moguer tuve un fatal presentimiento. Homer, mi chucho gaditano, al que encontraron abandonado cuando era un cachorro por los campos de El Brosque, cada vez soportaba peor los achaques propios de sus veinte años.
En Doñana, el fuego se alió con los vientos imparables de 60 kilómetros por hora amenazando también su corazón. Cómo serían las llamas que llenaron de cenizas las costas de La Bahía, confundiendo su color negro con las algas del mar.
Homer olió su final en el aire. Tampoco le falló a mi Homer, ni el apetito ni su olfato hasta el último día, atento a cada uno de mis movimientos en la cocina. Sabía cuando ponía un puchero antes de sacar la olla. Olía al sur, y a los tiempos que vivió con mi tía, que se lo guisaba para él sólo.
Ya no podía bajar las escaleras saltando como si fuera un conejo, y sus paseos cada vez eran más lentos y tranquilos, husmeando cada esquina. Le fallaba la vista, como a Homer, ciega de por vida desde sus dos años por un desprendimiento de retina, manteniendo su cara vivaracha, que ocultaba su verdadera edad.
Ninguno de los dos volverá al campo, tampoco descansará bajo la higuera con los suyos. A los dos Homer, ya no les hace el corazón «bip-bip-bop-bop», como cantaba Kiko Veneno en «El lince Ramón», pero seguirán con nosotros, el gato grande gracias a sus 27.000 genes que ayudarán a estudiar a este felino único.
Así que no lo duden, como sigue Veneno, «no perdamos tiempo que ésto son tres días».
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