La Gran Vía es un concepto en sí misma. Quién mejor la retrató fue Antonio López durante las madrugadas de cinco veranos de finales de los años setenta. Silenciosa y solitaria. El pintor nos mostró el lado más fantasmal de lo cotidiano, dejando fuera a las personas y los coches.
El sueño de Manuela Carmena es llenarla de peatones, despertando críticas y aplausos por convertir el centro de Madrid en una ratonera. Sobre todo, por la improvisación en el cierre y las restricciones, como si la capital de España se rigiera sola.
Tras el experimento, volvieron los coches y los errores. La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, junto a su inseparable jefa de gabinete, María Pico, no tuvo otro lugar donde aparcar el coche oficial junto a sus escoltas, para uso personal, que en pleno carril bus, reactivando las palabras de Manuel Fraga pronunciadas por Ramón Tamames de «la calle es mía».
A Soraya no la divisaron los agentes de Movilidad, que le podrían haber multado por una infracción grave como a Esperanza Aguirre. Ni tampoco se dio a la fuga ni en su huida pareció un elefante en una cacharrería. Pero sí cometió el mismo error de bulto que la lideresa, impropio de su cargo, y tan fácil de criticar, sabiendo cómo le estalló el escándalo a la expresidenta.
Ella no se achanta. Y ha competido estos días con Carmena en ver quién es la reina del populismo, midiendo el ancho de la acera madrileña, y acompañándose del peor asesor posible en temas de circulación, Ángel Carromero.
López se enfrentó a la gran arteria madrileña, porque siempre le «pareció muy surrealista». No sé imaginaba hasta qué límites.
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