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Blogs La capilla de San Álvaro por Luis Miranda

Lorenzo de Juan, huella en el tiempo

Durante muchos años, el capataz no era una estrella que doblase cuadrillas, sino un jefe de personal que tenía que hartarse de llamar por teléfono para garantizarse una presencia suficiente para que el paso pudiese salir a la calle, andar y volver

Lorenzo de Juan, huella en el tiempo
Lorenzo de Juan, ante la puerta de San Hipólito. FOTO: ÁLVARO CARMONA
Luis Miranda el

Las cofradías son la mezcla de lo eterno y de lo temporal, o mejor, el lugar en el que lo que dura para siempre toma la carne efímera y perecedera del hombre y de lo que hace. Los que llegan a un sitio con la idea de grabar su nombre en el olimpo de los vanidosos fracasan ante todo porque eso no está en su mano. Sólo quien sirve con la voluntad de hacerlo bien por sus titulares, y con su ayuda, conseguirá una obra que se reconozca. No tendrá que buscarlo, porque bien sabrá que el afán de notoriedad es una garantía de fracaso, pero los frutos harán que su huella quede. No como una medalla o un reconocimiento, sino como un ejemplo para los que tienen que llegar después.

Cuando Lorenzo de Juan tomó por primera vez un martillo en las manos no lo hizo pensando en que un micrófono llevaría su voz a quienes tuvieran puestos unos auriculares, que entonces apenas existierían, ni mucho menos con la vanidad de que hubiera chavales dispuestos a adularlo para meterse debajo de unas trabajaderas. Al revés: en lo que su antes costalero y ahora hermano mayor Joaquín de Velasco llama ‘los años de plomo’ hubo muchas veces en que llevó a su Reina con bastantes huecos y en que tenía que hacer de psicólogo a voz en susurro con los que cruzaban aquellas Madrugadas.

En una entrevista contó que tenía que llevar un paso a Edisol y debía corregir continuamente las indicaciones porque lo que para él era izquierda para los suyos eran derecha, y de tan nuevo todavía no era capaz de decirlo bien de forma automática. El palio de la Virgen de las Lágrimas era tan hermoso como difícil y aquellos costaleros jóvenes que aprendían cuando casi no había nadie que enseñara iban al mando de un hombre que sufriría tanto como ellos, y que al volver por la Corredera sabía que era el momento en que podían venirse arriba por ser su particular tierra sagrada.

Los adolescentes que asistieron al estreno del nuevo misterio de la Sentencia y sabían que era una revolución para la Semana Santa de Córdoba ya se encontraron a Lorenzo de Juan al frente de aquella cuadrilla de costaleros, y se toparían con su silueta y su voz muchas veces antes de saber que en aquella época un capataz no era una estrella que doblase cuadrillas, sino un jefe de personal que tenía que hartarse de llamar por teléfono para garantizarse una presencia suficiente para que el paso pudiese salir a la calle, andar y volver.

Al cabo de los años, el esmero y el gusto por hacer las cosas bien, esa parte de artista que cualquier cofrade lleva dentro para hacer lo mejor por sus titulares, terminó por dejar un sello, que más que una medalla que se guarde en una vitrina es una muesca en la memoria de los que miran. ‘Amarguras’ en el Patio de los Naranjos, en la armonía de las perdidas caídas sueltas, los años del exilio. La alegría de ver al Señor de la Entrada Triunfal. Una mecida de cornetas todavía clásicas en los años en que el dorado era una novedad.

Y sobre todo la cadencia de los varales y las bambalinas que dos días tuvieron música y ya para siempre suenan en la memoria de los que disfrutan en silencio a la Reina de los Mártires. La biografía de Lorenzo de Juan, que ahora ha anunciado que deja los martillos después más de cuatro décadas de magisterio, dice que no se hizo capataz por la vanidad de un puesto envidiado, pero los que muchos años lo encontraron, tal vez sin mirar más que a las imágenes que iban en sus pasos, no dejarán que se borre su huella en la arena del tiempo.

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