El veneno que tienen los cofrades en la lengua es capaz de derribar lo que vale la pena, pero de vez en cuando deja hallazgos ingeniosos. El otro día circuló uno: programa electoral marco, que significaría lo mismo que la normativa diocesana, es decir, un texto al que hay que ceñirse para cumplir con normas cuyo espíritu no se conoce, pero que se tienen que ceñir a rajatabla. La lista puede hacerla cualquier: abrir la casa a los hermanos, que son el principal patrimonio; un buen programa de formación para que se pueda dar razón cumplida de aquello en lo que se dice creer; sembrar el futuro en los niños y desde luego no descuidar la caridad, que es una virtud teologal y una obligación de encontrar en los vulnerables al Cristo al que se venera en una imagen de madera.
La carta a los hermanos tendrá después letra pequeña o intenciones que se mantienen ocultas, pero para ceñirse a lo que se espera, y no es normativa como el estatuto marco, sino más bien costumbre que se hace sin pensar demasiado en lo que se dice, tiene que empezar por lo de siempre, y no es necesario ni saber escribir porque estará por internet.
Lo clásico ahora, porque esto también puede ser un artículo previsible, sería decir que lo que importa son martillos y cornetas, pero las cofradías no dejan de moverse y hace tiempo que también tienen que hacer de agentes del sector del ocio, de promotores de tradiciones recuperadas o de inventores de nuevas citas en que no hay culto, formación, caridad ni cultura ni se busca otra cosa que conseguir dinero a fuerza de satisfacer la no despreciable necesidad de divertirse comiendo y brindando. Que tire la primera piedra quien no disfrute con ello.
Igual que anuncian triduos y besamanos, quinarios y vía crucis, besapiés y funciones, las cofradías aparecen en las calles para llevar Cruces de Mayo, como pasa hace décadas, ahora verbenas y en Navidad también barras en que se podrá disfrutar del ambiente hasta la hora prudencial en que hay que regresar a casa para cenar con la familia. Es el sino de este tiempo: las bambalinas bordadas, los dorados y las casas de hermandad no se pagan sino con el esfuerzo de los cofrades que abonan cuotas y que echan horas ofreciendo a los demás aquello que les gusta, aunque sea poner el organismo a prueba de licores destilados. No gustaría la Semana Santa, porque sería pobre y simple, si no hubiese gente trabajando a un lado de la barra y otros disfrutando, aunque ese deleite sea tan efímero y dañino como las burbujas que salen de los refrescos con que se hacen los cubalibres.
A Antonio Varo se lo dijo una vez una cofrade cuando elogió la calidad de unos faroles: «Aquí veo los pinchitos que hemos tenido que hacer en la cruz para poder pagarlos». Si se le da una vuelta de tuerca hasta los capillitas que disfrutan en la calle tendrían la responsabilidad de acudir. El patrimonio bien vale un hígado: nadie sabe los gintónics que hay bajar para que el manto de la Madre deje de estar liso y sea ofrenda de sus hijos.