Tengo junto a la pantalla del ordenador el tríptico de la exposición del cuarto centenario del Gran Poder, con la sobrecogedora fotografía en blanco y negro en que el Señor, con la túnica de la corona de espinas, sin la cruz sobre el hombro izquierdo, parece mucho más abatido por la soledad y el abandono que por los padecimientos físicos de la Pasión. No se ve la zancada, aunque se intuya; no se nota el movimiento hacia el Calvario, aunque se sepa que está, y sin embargo sí que hay una extraordinaria finura psicológica para mostrarlo mucho más herido por la decepción que le han creado los suyos que por las huellas de la flagelación y la corona de espinas con forma de serpiente. Así era Juan de Mesa, no sé de qué me extraño.
Cuando he buscado el vídeo de Gran Poder 1620, la marcha que ha escrito Antonio Moreno Pozo y que se estrenó hace pocos días, siempre he procurado que sea aquel en que aparece esa imagen, porque tiene una gran fuerza simbólica. Si una obra de arte es contemporánea de las personas que la perciben, esa fotografía antigua y esa obra musical recién estrenada tienen en común que miran al Señor con los ojos del siglo XXI. Aunque sea una estampa antigua, en pocas imágenes aparece el Gran Poder de estos días, cargado de dolor en un mundo que ha declarado incluso la prohibición de Dios.
También el compositor cordobés se ha traído al Gran Poder a esta época con una marcha que sólo está al alcance de un genio acostumbrado a crecer sin bridas ni cercas. En ella está el Señor que buscará las periferias sociales y espirituales en este otoño, el que parece caminar al compás de una obra que evoca sus pasos sin someterse a marcialidad alguna, el que levanta un huracán en el alma que lo tiene delante (y por eso su composición tiene que empezar con tanta fuerza), el de la meditación de los viernes o de los domingos por la tarde cuando está la basílica tranquila. El que no permite ninguna otra visión cuando hace su Epifanía en la Madrugada, tras de tantas parejas de nazarenos, y quizá ese huracán arrasador sea lo que se cuente en la fuga portentosa que deja sin respiración, como su presencia.
El de la gente sencilla que, igual que Él, tiene que andar descalza sobre caminos pedregosos y llenos de cardos como su túnica; el de los solitarios y los desarraigados en una sociedad que ha hecho perder la cercanía de los vínculos naturales de la familia, el de quienes cargan con la cruz de una enfermedad y no por eso dejan de avanzar, porque saben que llegará la hora en que puedan dejarla. Todo eso es lo que más se viene a la cabeza al escuchar la obra monumental de Antonio Moreno Pozo para el Gran Poder, mucho más que una descripción de temas en los que quizá no falte algún eco de aquella composición portentosa que escribió hace diez años para otra imagen de Juan de Mesa y que este año volverá a sonar en las calles. Ahí está el Gran Poder del que se diría que no tiene consuelo y sin embargo lo da, el que camina abatido y parece poder con el peso del mundo, el que en el siglo XXI se compadece también del extravío de quienes lo miran y buscan la misma luz de cuatrocientos años para otros problemas distintos.
«Hará historia», escribió el director de la Banda Sinfónica Municipal de Sevilla, Francisco Javier Gutiérrez Juan, poco antes de su estreno en la vieja iglesia del Valle, a donde llegó en octubre 1620 el Señor. Es historia sin duda, aunque sea una historia para minorías, aunque sea para una imagen que hace imposible la música, incluso así de alta, y casi cualquier sonido. Que se guarde silencio sobre ella, que parezca que se la traga el olvido, no es lo que merece su autor, pero si así pasa ni mucho menos será definitivo. Más de dos siglos tuvo que esperar Juan de Mesa hasta que su nombre rompiera la enigmática losa de silencio y ahora su victoria es incontestable.
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