Añorar es mucho más fácil que recuperar. Lo saben los que se pasaron el confinamiento echando de menos aquello que tampoco hacían demasiado cuando las cosas eran normales y que al poder salir a la calle tampoco volvieron a hacer. Cuando la tasa del Covid se va desplomando bajo la piqueta de las vacunas y sobre todo del final del miedo, muchos de los que tienen que decidir sobre las procesiones se han encontrado con el momento en que pensaban cuando ponían vídeos de cofradías en la calle o cuando hablaban de el día en que se pudiera volver a salir.
Andan como aquella canción que Joaquín Sabina escribió para Los Rodríguez: «Estoy tratando de decirte que me desespero de esperarte, que no salgo a buscarte porque sé que corro el riesgo de encontrarte». Tanto han hablado del día en que las procesiones volvieran que al llegar no se atreven a pedirlas o a autorizarlas, como si después de todo fuese más hermoso echarlas de menos y llorar por su ausencia que organizarlas para que vuelvan o permitir que salgan.
Sólo el presidente del Gobierno se atrevió a decir en público que España había vencido al coronavirus, quizá por saber que nadie le pasará al cobro las facturas de los incumplimientos y las contradicciones. Todavía queda gente por morir y por enfermarse, pero el Covid empieza a retroceder hasta los límites de lo asumible – al menos para los que piensan que el ser humano no es inmortal – las calles vuelven a estar llenas y las procesiones empiezan a ser más una obligación de las reglas que una quimera. El riesgo extremo de la tasa de incidencia ha dejado el sitio al riesgo de que no haya riesgo y haya que pensar en una procesión en la calle.
La Providencia ha querido que lo que parece el inicio definitivo del deshielo empiece en septiembre, justo cuando se echa encima el tiempo de las que quieren salir y no reciben respuestas demasiado claras porque los números alarmantes todavía están demasiado cerca. El mundo se despereza, la gente se apiña, pero la cruz parece que marca los lugares en los que sí se sabrá con exactitud el número de personas contagiadas.
La voluntad de las hermandades se ha alzado como una bandera encontrada o signo de contradicción, para que así queden patentes los pensamientos de todos, y pase lo que pase algo habrán ganado. Si es que sí, porque podrán sacar a sus imágenes a la calle y dar testimonio, y si es que no, porque por lo menos habrán demostrado que ni es necesario asociarse con nadie para cumplir con los fines espirituales ni hay que tener el apoyo de un poder sin autoridad para hacer lo que uno tiene que hacer. Por terminar con ‘Todavía una canción de amor’, Andrés Calamaro martirizó tanto a Sabina pidiéndosela cada cinco minutos, que el de Úbeda la escribió en la servilleta de un boliche de Buenos Aires en el rato en que el otro estaba en el baño.
Liturgia de los días