Rafael de Rueda me ha elogiado más de una vez las fotografías de Semana Santa y cultos que hace Valerio Merino y cree que son extraordinarias porque el periodista gráfico de ABC no es cofrade. Es un piropo y el dedicatario lo toma como tal porque sabe que da en la tecla: Valerio se pone ante los pasos como el extraordinario fotógrafo que es y sabe que tiene el reto de multiplicar la belleza de lo que tiene delante. Busca la estampa más informativa, más bella, más novedosa y más sorprendente o todo a la vez. Al no tener el empacho de los clichés en que se mueven algunos de los que insisten en que son cofrades, trabaja nada menos que con la libertad de su técnica, su conocimiento y su inspiración.
En Twitter se puede seguir una cuenta llamada Lazarus que muestra fotografías de la Semana Santa de Málaga, siempre en blanco y negro, con paisajes insólitos, comparaciones sorprendentes entre la imagen y el fondo y detalles en los que no reparan muchos ojos. Su autor se presenta con una advertencia que visto de cierta forma es casi un aval: «No soy cofrade». Sus imágenes, sin embargo, ayudan a conocer la fiesta y a quererla en la profundidad de los contrastes inevitables que trae consigo la religión en la calle.
Alrededor de las cofradías de todas partes hubo siempre profesionales que ofrecieron la talla, el bordado, la música, la pintura, el mando de los costaleros y la capacidad de vestir para embellecer. Si sus autores tenían creatividad y genio eran capaces de configurar a las hermandades tanto como sus cofrades y los dos seguían ganando con la relación. A veces, quien dibujaba o creaba prefería quedarse en las aguas tranquilas de la tradición y de lo que se conocía. Otras veces, él o la cofradía eran valientes y pinchaban el bacalao donde no había estado nadie antes.
En el siglo XXI, con la difusión multiplicada por internet, lo que había alrededor de las hermandades pasó a ser una industria contemporánea, en que se le dice al espectador lo que tiene que consumir y se le pide que aplauda cuando lo tiene. Lo plástico es poco exigente, porque el que lo recibe no tiene armas para entender mucho más, pero los audaces que otra vez quisieron educar al público en algo nuevo ahora no están, y si lo están hacen otra cosa, y si la hacen tampoco se les echa cuentas.
Es el auge de aquellos que a su profesión o afición les ponen por detrás la palabra ‘cofrade’, como el adjetivo que nunca ha sido. Es bueno porque lo diseña un cofrade, y además de la hermandad; es bueno porque es de este compositor cofrade, que le pone ‘corassón’; es excelso porque es de este artista cofrade que trabaja para los cofrades de hoy. Todo ha terminado en el menú de un niño que no tenga padres que lo limiten: pide siempre lo mismo porque le gusta y dice que no le gusta lo que no ha probado.
Como industria puede ser rentable, pero como diálogo es poco enriquecedor: sólo ofrecen lo que gusta y así se aseguran de estar siempre a la altura de que se les pida sólo lo que están seguros de dar. La Semana Santa también es de quienes la ven en la calle y no saben el título de las últimas marchas o el nombre de los capataces, pero pueden deslumbrar con la mirada de artistas que, sin haber ido a Cantillana, saben lo que es ponerse ante el mundo con otros ojos y plasmarlo con las herramientas del genio. El camino es más difícil, necesita un poco de aprendizaje exigente y tiene menos palmitas y ‘likes’, pero es el que diferencia a un trozo de madera, un lienzo con pintura y una sucesión de notas de una obra de arte.
Liturgia de los días