«La verdad»-cuenta Manuel Chaves Nogales en un reportaje- «es que la Virgen no necesita nada. Tiene un manto soberbio, un peto de brillantes que vale una millonada, una corona de plata maciza, un palio que es una maravilla, una saya preciosa, faldones de terciopelo bordado para la parihuela, respiraderos primerosamente labrados, varales de plata, candelabros, faroles, todo lo que puede necesitar una Virgen». Pero el cofrade siempre quiere más, y Chaves Nogales, en la Semana Santa de 1935 y cuando ya conoce Madrid y se ha distanciado algo de su Sevilla natal, imagina un diálogo después:
– A nuestra Virgen no le hace falta nada, pero… la Virgen de enfrente va a estrenar tal o cual cosa. Y la nuestra no puede quedarse sin estrenar algo.
Y los cofrades le dan la razón. Quizá los textos en que el gran periodista español de todos los tiempos se acerca a la Semana Santa no sean los más brillantes de su carrera. Sobra tipismo epidérmico y falta algo de profundidad, o será que al leerlos uno piensa en la hondura y exquisitez de Núñez de Herrera, por un lado, y por otro en las cimas que el mismo Chaves Nogales había escrito ya y en las que le quedaban por tomar, para su dolor, muy pocos meses después.
Lo que cuenta en ese pasaje sí que puede ser algo más que el pique infantil entre dos calles o el afán de quedar por encima de los demás. Algo deformado por el tono esperpéntico de su amigo Ramón del Valle-Inclán, Chaves Nogales entiende ahí que las cofradías han pervivido por el afán de superación y de emulación. No quiere decir que siempre tuvieran que imitar a los demás y gastar dinero si las de al lado lo hacían, sino que la mejora del patrimonio de una servía como acicate para que otra buscase su estilo y brindase a sus titulares pasos dignos del amor que les tenían.
No era nuevo entonces y no se acabó ahí: en el siglo XVIII la Virgen de los Dolores, recién llegada a Córdoba, estrenó un palio de madera que había hecho su mismo autor, Juan Prieto, y poco después la cofradía de la Vera-Cruz, quizá la más antigua en aquel entonces, pidió al escultor un trono que debía superar al de aquella devoción reciente.
Lo que estos días ha asombrado a las cofradías de Córdoba no es un estreno ni un lujo con el que competir, sino una ofrenda según se entiende el patrimonio en las hermandades que tienen la cabeza sobre los hombros. El manto de María Santísima de Gracia y Amparo es ya una de las obras grandes de la Semana Santa no por que su hermandad de la Sentencia quisiera competir con las demás, sino porque luchó por dar a su Virgen lo mejor que podía. Lo mejor era un dibujo en que la hojarasca y la vegetación fuese clásica y a la vez única y que pareciese como nacido de forma natural de los bordados del palio, aunque necesitase de la mano certera y de la cabeza madura de Rafael de Rueda.
Lo mejor era un bordador con alma de artista, Francis Pérez Artés, que se dejase la vida en cada puntada para interpretar cada tallo, cada jarra y cada flor con la medida científica de un poeta, y que luego lo explicaría no por vanidad, sino para que todo el mundo sea capaz de comprender toda esa belleza. Lo mejor era una hermandad unida que se hace cofradía impecable y que ahora recoge los frutos de muchos años de estupendos hermanos mayores y de un proyecto unitario.
El resultado, y muchos lo decían en la ilusión de los primeros minutos de la ermita abierta, es una obra que engrandece a su cofradía, si es que ya no lo era, y también a toda la Semana Santa de Córdoba y a los cofrades que se pegarán a su estala para que el Lunes Santo, cuando pueda volver a existir, nunca se acabe. También podrá sentar como un pinchazo estimulante a todas aquellas que andan mirando las pelusas rancias de su ombligo y se darán cuenta de cómo hay que hacer las cosas, y hasta podrán buscar hacerlas de su modo, porque la emulación no es imitar a nadie, sino seguir el buen ejemplo para buscar el camino propio. Siempre será mejor deslumbrarse por el oro que reluce que seguir copiando galápagos, mazas y presidencias de paisano.
Liturgia de los días