De esta ciudad apática e imprevisible, que, como diría Benedetti, se ha vuelto egoísta de puro generosa, no esperaba lo que ha pasado con el cartel de la Semana Santa 2020. En veinte años de trabajo y más de treinta siguiendo a las cofradías de Córdoba no había visto ninguna una reacción tan unánime en torno a la obra con que se anuncia la Pasión. Es de admiración, pero sobre todo de orgullo; de contemplación de una obra de arte pero además de reconocimiento de la misma esencia de la ciudad.
Ninguna de ellas lo había conseguido en mucho tiempo, quizá desde la época de Ricardo Anaya. Y eso que obras de arte no faltaron: las pinturas de Antonio Bujalance, Juan Hidalgo del Moral y Ginés Liébana eran piezas de técnica deslumbrante y hondura interpretativa. Rafael de Rueda evocó con acierto viejos Martes Santos con la Virgen de la Caridad y el Cristo de los Faroles, y Nuria Barrera, que abrió la era de los cartelistas fichados, también dio con la tecla de llevar al Cristo de Gracia a la Puerta del Perdón el año del estreno de la carrera oficial.
Y el caso es que para este año se adivinaba cierto cansancio en una fórmula que saturaba los carteles de símbolos y paisajes catedralicios, como si más que un anuncio fuese un bodegón a lo sacro. El cartel de Fernando Vaquero ha hecho que Córdoba esté orgullosa por haberla puesto en un espejo. Los cofrades que se pasan la Semana Santa en la calle y aquellos que apenas ven a la de su barrio y dos más se lo han guardado en el teléfono porque han reconocido a esa ciudad que parece mermada de autoestima, pero que resurge orgullosa cuando encuentra su alma en las cosas.
Ahí, al alma, a la esencia, ha llegado la obra de Fernando Vaquero, porque sin estar la Mezquita-Catedral, que ya empezaba a cansar un año detrás de otro aunque las hermandades hagan bien en reclamarla, sí que está una Córdoba honda que parecía extinguida: la de la personalidad del Remedio de Ánimas y el luto antiguo de la Virgen de las Tristezas, la de la proporción diferente en torno a dos pasos que no se parecen a ningún otro de ningún lugar, la de unas manos unidas y un rostrillo con joyas que nacieron precisamente en Córdoba.
El salto mortal está en la reproducción de Julio Romero de Torres. Podía haber sido una copia vulgar, casi una composición, pero no se trata de llevar figuras de otros cuadros, sino de captar lo que quería contar aquel pintor lleno de misterio y poesía. No sólo es que San Juan venga del dolor de «Mira qué bonita era…», ni que la Magdalena llegue de acompañar a una mujer desnuda. Es el espíritu de esa ciudad seria y honda, luminosa y a la vez tenebrista e íntima como se ve en esos cuadros, silenciosa y callada como celosa de enseñar su alma. Tanto los que se han parado a reflexionar sobre su ciudad como aquellos que hacen palmas con el desdichado «Soy cordobés» parecen haberse reconocido en ese espejo con que se anuncia este año su Semana Santa.