Rafael de Rueda fue el último cordobés que pintó el cartel de la Semana Santa de su ciudad y aquella vez no se anunció su nombre en otoño ni se hizo una foto con los demás pregoneros. En enero de 2016 se presentó la obra y él estaba como autor. Si se hubiera sabido que él trabajaba en el cartel de la Semana Santa de Córdoba, casi todo el mundo que lo conoce habría sido capaz de adivinar que iba a plasmar a María Santísima de la Caridad. Es la cofradía de su barrio y de su familia, y él mismo vio nacer a esa Dolorosa que agota los adjetivos en el taller de Miguel Ángel González Jurado, y tuvo la idea de que fuese para el Buen Suceso. Casi no podía ser otra y así fue: la pintó con el fondo del Cristo de los Faroles, por donde pasó tantos años. Juan Hidalgo del Moral tampoco tenía más opción creativa que sacar a su Virgen de las Angustias y los que encargasen el cartel a Ginés Liébana sospecharían que la protagonista sería Nuestra Señora de los Dolores.
El artista, si lo es, plasma menos la realidad que la forma en que él la mira, y al invitar a los pintores a anunciar la Semana Santa de alguna forma se les pide que sean pregoneros sinceros: para que suene auténtico, tienen que contar la fiesta tal y como la viven o como la recuerdan, con las tripas en la mano. Las dotes de cada uno con los pinceles y su pericia para manejar ciertas claves se unirían con la sinceridad para conseguir el impacto.
Rafa Rueda, Juan Hidalgo y Ginés Liébana, y también Valentín Moyano con la fotografía de su Cristo de las Penas en el interior de la Catedral, tenían en común no el ser cordobeses, sino la capacidad de poder contar de primera mano la Semana Santa de Córdoba por haberla aprendido en su aire y en sus calles, a veces de niños y otras veces con la eterna juventud de los adultos en esos días que ahora están prohibidos. Los que los conocieran podían adivinar qué imagenes iban a salir, pero no el enfoque ni la forma en que aparecerían, que ahí estaba ya el genio creador. Estos artistas cordobeses no habían visto a las imágenes por fotografías, sino que las llevaban en la sangre, pero la sangre era propia y se movía por las venas y las arterias según su corazón.
En esta época de los carteles se ha hecho una industria con calidad indudable y también con el don de cierto moderno comercio para viajar de un sitio a otro. Antes para probar un plato típico había que viajar y hoy un par de teclas lo llevan a casa y por unos pocos euros más se personaliza a gusto del que paga. Se customiza. A cualquiera le gusta probar un buen queso de Cabrales sin tener que viajar a Asturias, aunque eso siempre sea un placer.
De vez en cuando la customización toca teclas tan altas que emociona a quien lo recibe, como aquella Córdoba silenciosa y poética que Fernando Vaquero recreó a los pies de la Virgen de las Tristezas entre Cántico y Julio Romero de Torres. Otras veces alguien cae en la cuenta de que el vino, el queso y las chacinas siempre saben mejor en su tierra y quizá no haga falta tanto viaje cuando la denominación de origen más cercana lo hace más auténtico y más cercano a este aire, aunque parezca que por Amazon mola más.
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