El conflicto militar que se está desarrollando en Europa no enfrenta a Rusia y a Ucrania, sin más, sino que es, más bien, una guerra entre Estados Unidos (EE. UU.) y Rusia o, definida aún más correctamente, es una guerra entre Rusia y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), a la que EE. UU. ha arrastrado a la misma, no, sin resistencia, a muchos de sus miembros.
Es una guerra mediante poder especial otorgado –proxy war, en inglés-, en la que EE. UU. está utilizando a Ucrania para intentar castigar a Rusia, sin correr el riesgo de sufrir bajas propias y de tener, por tanto, que recibir en suelo estadounidense féretros con sus propios soldados.
Esto sería una molestia para Biden a la vista de cómo recibió, en agosto de 2021, a los 12 marines y a un médico de la Armada que fallecieron en el aeropuerto internacional de Kabul mientras cubrían la huida apresurada de EE. UU. y de sus aliados de Afganistán.
No obstante, el compromiso que EE. UU. está materializando para que Ucrania intente derrotar a Rusia es un gran error, que acabará siéndole extremadamente costoso.
Además, EE. UU. está cometiendo una segunda equivocación como es la de tratar de hacer frente a la República Popular de China a la vez que se está enfrentando a la Federación Rusa.
La combinación de este doble desatino es precisamente contra el que el documento de Estrategia de Defensa Nacional de EE. UU., de 2018, –National Defense Strategy (NDS), en su nombre original- alertaba.
El Departamento de Defensa de EE. UU. adoptó, entonces, a través de esa estrategia, el llamado estándar de una sola guerra –one-war standard, en inglés-, orientado a derrotar a una gran potencia rival, es decir, a prepararse para ganar una sola guerra importante contra un solo adversario estratégico, en un solo teatro de operaciones, evitando, por lo tanto, el escenario de dos guerras desarrolladas, simultáneamente, contra dos adversarios, en dos geografías distintas.
Así, para EE. UU., Ucrania es, fundamentalmente, un asunto de seguridad, que se está desarrollando en la línea de contacto entre Rusia y la OTAN y mediante el cual se está dirimiendo el perímetro futuro de las zonas de influencia de ambas.
En otras palabras, este conflicto es la respuesta de EE. UU. y de la OTAN a las propuestas de seguridad que la Federación Rusa les hizo llegar, respectivamente, a través de sendas cartas y de sendos borradores de acuerdos, el pasado 15 de diciembre.
En este contexto es en el que EE. UU. le ha solicitado, desde el pasado 24 de febrero, a China -sin éxito, por lo menos, hasta el momento- que le apoye en su enfrentamiento contra Rusia en Ucrania, cuando, irónicamente, el gobierno estadounidense anterior lanzó una guerra comercial y una guerra tecnológica contra China y Biden ha llamado hace poco, explícita y literalmente, a crear una coalición global contra China.
No parece que esta estrategia de confrontación de EE. UU. contra China pudiera anticipar otra reacción de ésta distinta a la que la petición estadounidense ha obtenido.
Desde el punto de vista de China, no es arriesgado suponer que lo que hará será lo mínimo posible para ayudar a EE. UU. en Ucrania, siempre y cuando no perjudique a sus propios intereses.
La realidad es que China se está beneficiando del conflicto militar actual ya que la gran contribución que Rusia está haciéndole, indirectamente, a China, mientras el enfrentamiento dura, es mantener a EE. UU. atada y ocupada en Europa.
Con todo, a China tampoco debería interesarle que dicha contienda se prolongue excesivamente.
Desgraciadamente, por lo menos a corto plazo, mientras que Rusia no aumente el dial del dolor ejercido sobre el gobierno ucraniano hasta niveles insoportables para éste, a medida que avanza la desmilitarización de Ucrania, no parece que haya espacio para un cese del fuego o, aún menos, todavía, para la firma de un acuerdo entre Rusia y Ucrania.
Ucrania, en cualquier caso, no debería albergar la ilusión de poder ganar en la mesa de negociaciones lo que está perdiendo, y más que va a perder, en el campo de batalla.
Es difícil imaginar un cese del fuego o un avance significativo en las negociaciones de paz en tanto el gobierno de Ucrania quiera seguir combatiendo -a pesar del desastre militar, social y económico que esta decisión está causando al país y a sus ciudadanos-, sobre todo, al comprobar que EE. UU. y la OTAN están dispuestos a ayudarle en esa escabechina inútil, mientras que el gobierno estadounidense quiera seguir infligiendo daño a Rusia, al estar dispuesto a sacrificar hasta la última gota de sangre del último ucraniano en ese empeño, y en la medida en que Rusia no haya alcanzado sus objetivos políticos.
Los fines rusos siguen incólumes, por lo que se deduce de las declaraciones de sus líderes, es decir, la neutralidad de Ucrania -por la vía de la “desmilitarización” o aniquilación de sus Fuerzas Armadas y de todo su complejo militar-industrial y de la “desnazificación”-, el cierre del debate sobre la soberanía rusa sobre Crimea y la incorporación de la totalidad de las superficies de las repúblicas de Donetsk y de Lugansk -como están delimitadas en la actual constitución ucraniana- a la Federación Rusa.
Sólo la tozudez de EE. UU., de la OTAN y de Zelensky podría hacer que esta lista se ampliara al traspaso de todos los territorios en la orilla de los mares Negro y de Azov y, quién sabe, si de toda las regiones al este del río Dniéper, incluso, de la propia Kiev, a la soberanía rusa.
Para China, sus prioridades actuales son económicas y no, de seguridad, no en balde su economía representa un tercio del Producto Interior Bruto (PIB) del mundo.
La brújula estratégica de China es su nueva ruta de la seda –Belt and Road Initiative (BRI), en inglés- y, por extensión, la inversión monumental que está realizando, asociada a ésta, en infraestructuras en todo el mundo.
Por lo tanto, el foco de China está puesto en la cooperación económica con el mayor número posible de actores internacionales -en Asia, en África, en Latinoamérica, en la Unión Europea (UE) y en EE. UU.-, más que en un interés por construir o por colaborar en alianzas de defensa o de seguridad.
China, por ello, entre otras razones de geoestrategia y políticas, está mostrando su apoyo a Rusia y no quiere sumarse a las sanciones de EE. UU. y de la UE contra Rusia porque considera, correctamente, que son perjudiciales para la economía mundial y, en consecuencia, para su BRI.
Las ciudades de China albergan a la mitad de los rascacielos del mundo, China tiene pendiente de cerrar un acuerdo de inversiones con la UE y EE. UU. es un mercado crítico para la industria china en la mayoría de los sectores de actividad.
En resumen, China no estaría interesada en que el conflicto en Ucrania durara más de lo necesario, pero sí, lo suficiente, como para que Occidente tome en consideración la raíz de éste, es decir, la pretensión de la pertenencia de Ucrania a la OTAN y las consecuencias de seguridad que esa realidad tendría para Rusia.
Por esta razón y por otras muchas, EE. UU. no permitirá a China mediar en el conflicto de Ucrania, por mucho que, desde Pekín, se estén enviado mensajes indirectos, a tal efecto, para que los países miembros del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) -el llamado P5: China, EE. UU., Francia, Reino Unido y Rusia- asuman el liderazgo para evitar un deslizamiento imparable hacia una III Guerra Mundial, que sería, probablemente, nuclear.
En EE. UU., las percepciones de su gobierno sobre China son, de forma creciente, muy negativas, hasta el punto de que, desde aquel, se escucha un lenguaje cercano, si no, de lleno, amenazante contra China.
El punto de vista del gobierno de EE. UU. es que China, por mucho que pretenda colocarse en una posición pretendidamente equidistante, está apoyando a Rusia en lo que, en EE. UU., se considera una guerra insoportable.
Así, la lista de reproches del gobierno estadounidense hacia el chino incluye la ausencia de condena de China a la “invasión” rusa, la falta de apoyo chino al programa de sanciones estadounidenses contra Rusia, que China califique las preocupaciones de seguridad de Rusia como “legítimas” o que China haya apoyado a Rusia en la ONU en sus denuncias sobre los laboratorios biológicos estadounidenses ubicados en Ucrania.
Ucrania, sin duda, está teniendo un efecto muy negativo en las relaciones entre EE. UU. y China.
Estas relaciones se encuentran en un punto de inflexión que conducirá a una situación muy grave, dado que las posiciones de las partes se están enconando, y que tendrá implicaciones sobre el futuro de las relaciones entre las grandes potencias.
Sirva como prueba de todo lo anterior el hecho de que las últimas reuniones entre el presidente de China, Xi Jinping, y Biden y entre el ministro de Asuntos Exteriores de China, Wang Yi, y el asesor de seguridad nacional de EE. UU., Jake Sullivan, no sirvieron para atenuar ese clima enrarecido.
De hecho, Sullivan, en su estilo habitual, tan poco diplomático, lo agravó, aún más, al realizar afirmaciones públicas, tras una de sus reuniones con Wang, sobre la política del gobierno chino, que sólo dejaban a su contraparte con la opción de contestarle, también, en público.
China optó por el silencio.
Siglos de civilización, de educación y de diplomacia, a pesar de casi 75 años de poder comunista, no pueden ser erradicados tan fácilmente.
La animosidad y la sospecha mutuas entre EE. UU. y China se hacen, a toda velocidad, más profundas.
En el gobierno de EE. UU. crece la opinión de que hay que adelantarse para proteger a Taiwán para que no sea sometida, según los estadounidenses, al mismo tratamiento que Rusia ha aplicado a Ucrania, sin darse cuenta de que un enfrentamiento con China sería más destructivo para economía mundial y más peligroso para la seguridad internacional porque la reacción de China no sería moderada.
Si se llegara a ese terrible punto, el enfrentamiento en Ucrania parecería una minucia comparada con la conflagración que podría desencadenarse en el Pacífico.
El conflicto de Ucrania ha representado un retroceso grande en las relaciones bilaterales entre China y EE. UU. y ha cambiado, probablemente, el panorama de las relaciones internacionales para siempre.
EE. UU. y la OTAN no han prestado atención a las amenazas existenciales de Rusia y, al parecer, insisten en seguir sin hacerlo porque la consideración actual de una incorporación acelerada de Finlandia o de Suecia a la OTAN no ayudaría a que Rusia despejara las prevenciones que aquellas representan.
Bien parece que, cada vez que EE. UU. se ha acordado de su ambición de girar el foco de su geoestrategia hacia Asia –pivot to Asia, en inglés-, los estadounidenses han terminado provocando una guerra en el mundo, ya fuera en el Próximo Oriente o ya sea en Europa.
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