Durante los últimos treinta años, Estados Unidos (EE. UU.) y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) han acostumbrado a la opinión pública occidental a que los estándares de la planificación y de la conducción de un conflicto bélico contemporáneo son una combinación de, en primer lugar, treinta, sesenta o noventa días de bombardeos aéreos indiscriminados a gran escala –carpet bombing, en inglés-, creando, así, entre las poblaciones y los ejércitos que los sufran, el efecto de conmoción y de temor –shock and awe, así llamado por los estadounidenses-, seguidos de una invasión terrestre para derribar el gobierno en el poder –regime change, en inglés- y culminados con un intento de reconstrucción de la nación derrotada –Nation-building, en inglés-.
Así fue -con algunas excepciones, que se manifestaron en el teatro de operaciones, durante la I Guerra del Golfo, 1990-1991- en todas las operaciones ofensivas que EE. UU. y la OTAN llevaron a cabo contra la República Federal de Yugoslavia, contra Iraq, contra Afganistán y contra Libia, por citar los casos más señalados.
En ninguna de estas intervenciones militares se completó con éxito la tercera etapa, la de la reconstrucción nacional, en la que siempre se fracasó.
Este es el marco conceptual, por razones de un prejuicio basado en esos treinta años de historia más reciente, a partir del cual se está analizando, por parte de la mayoría de los medios de comunicación occidentales, el curso de las operaciones militares que están sucediéndose en Ucrania mientras se enfrentan EE. UU., a través de su apoderado local, y la Federación Rusa.
Cabría recordar que, en Sobre la guerra, obra inconclusa de Carl von Clausewitz -oficial prusiano, nacido en 1870-, publicada en 1831, y considerada por el estratega estadounidense Bernard Brodie como “no sólo el más importante, sino el único libro importante escrito acerca de la guerra”, Clausewitz argumentaba que la guerra es un conflicto de caracteres, un conflicto de fortaleza moral, más que, de fuerza física, para doblegar la moral del adversario.
En definitiva, la guerra es un conflicto de voluntades, cuya resolución con éxito no depende, exclusivamente, del enfrentamiento entre los ingenios militares dispuestos en el campo de batalla, ya que éste es un medio para alcanzar el que es el fin último de todo conflicto armado, es decir, vencer la resistencia moral del enemigo para seguir combatiendo y alcanzar la victoria al conseguir los objetivos políticos y diplomáticos marcados al comienzo de las operaciones.
Para ello, es más importante conseguir diezmar o destruir los Ejércitos de los adversarios que asaltar las ciudades del territorio enemigo, como sucedía en las batallas de la Edad Media.
En resumen, esta es la enumeración de la tríada fundamental, que, en opinión de Clausewitz, define todo enfrentamiento armado: los objetivos políticos -responsabilidad de los gobiernos, que son los que establecen ese horizonte, sin el cual las guerras serían inútiles y contraproducentes-, las operaciones militares -responsabilidad de los comandantes militares, quienes son los que, a través del combate, han de cumplir los objetivos políticos marcados- y el apoyo popular– responsabilidad de los pueblos, quienes movilizándose son los que generan el apoyo necesario para conseguir los objetivos marcados por esas operaciones militares al servicio de aquellos objetivos políticos-.
Tras más de un mes de combates, iniciados el pasado 24 de febrero, la niebla de la guerra comienza a levantarse en el territorio de Ucrania y, con ello, se comienza a divisar, mejor, aunque no, completamente, la campaña preparada por el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de la Federación Rusa al servicio de los cuatro objetivos políticos marcados por su gobierno: neutralidad y desmilitarización, el primero, y desnazificación, el segundo, de Ucrania y reconocimiento, por parte del gobierno de Ucrania, de la soberanía de Rusia sobre la península de Crimea, el tercero, y de la independencia de las repúblicas de Donetsk y de Lugansk, el cuarto, en toda la extensión del territorio reconocido a ambas en la constitución de Ucrania y no, sólo en el 30% de éste que ambas ocupaban hasta ahora.
Al comienzo de la ejecución del Plan diseñado por el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas rusas para cumplir con dichos objetivos políticos, las operaciones militares estuvieron caracterizadas por dos esfuerzos.
El primer empeño estuvo caracterizado por la rapidez en la obtención de la supremacía aérea por parte de las Fuerzas Armadas rusas, mediante la destrucción de los centros de mando, control, comunicaciones, ordenadores, ciber, inteligencia, vigilancia y reconocimiento –Command, Control, Communications, Computers, Cyber, Intelligence, Surveillance and Reconnaissance Centers (C5ISR), como se les designa en inglés- y de los aeropuertos ucranianos y la aniquilación, casi por completo, de los activos de la Fuerza Aérea de Ucrania y de su defensa anti aérea.
El segundo impulso consistió en la entrada, a través de la frontera norte de Ucrania, de dos vectores de fuerza dirigidos, a toda velocidad, con unidades con menos recursos de los que cualquiera pudiera haber imaginado, hacia la capital, Kiev, y hacia la segunda ciudad más grande del país, Kharkov, que hicieron pensar que Rusia pretendía tomar Kiev -ciudad de casi 3 millones de habitantes, es decir, en lo que hubiera sido una muy difícil y costosa batalla de guerra urbana-, decapitar el gobierno ucraniano y concluir, con ello, la operación militar.
Todo parece indicar, ahora, que aquella se trataba de una maniobra de diversión o finta y de fijación de las fuerzas ucranianas, que, ante el temor del asalto ruso de esas dos grandes ciudades, no trasladó recursos disponibles al sur del país, donde Rusia, en la que ha calificado de Fase 1 de su operación, ha conseguido crear un puente terrestre entre Crimea y Mariupol, en la república de Donetsk, al este, para convertir, así, el Mar de Azov, en un mar ruso.
Para el cumplimiento de este objetivo se utilizó, de nuevo, otra finta, como fue la de situar la Flota rusa del Mar Negro frente a la costa de Odessa y fijar, de esta forma, fuerzas ucranianas en el sudoeste del país para que no pudieran interferir en la creación de dicho puente terrestre al este de Crimea.
El 1 de abril, el Ministerio de Defensa ruso dio por concluida la Fase 1 de las operaciones militares y anunció el comienzo de la Fase 2, cuyo foco parece estar puesto en la maniobra de embolsamiento de lo mejor y más numeroso de las tropas ucranianas, que, al parecer, habían sido dispuestas en el Donbas, muy cerca de la línea de contacto con las repúblicas independentistas de Donetsk y de Lugansk, en anticipo de lo que -por el contenido de los documentos del ejército ucraniano que ha obtenido y ha hecho públicos el ministerio de Defensa de Rusia- iba a ser, en este caso, sí, una operación de guerra relámpago –blitzkrieg, en alemán- para que Ucrania conquistara todo el Donbas durante la primera semana de marzo de 2022.
El ministerio de Defensa ruso ha explicado que el conocimiento anticipado por parte de Moscú de los documentos ucranianos sobre ese plan precipitó su operación -de tal forma que podría calificarse, entonces, de preventiva-, que abortó, al adelantarse, la del gobierno de Ucrania.
Rusia, en estos momentos, está trasladando sus unidades hacia el teatro de operaciones del Donbas, lo que está aprovechando para realizar la correspondiente rotación de estas -en Siria, los rusos suelen realizar la rotación de sus unidades militares en el teatro de operaciones cada 3 o 4 semanas-, de tal forma que, una vez cumplida su misión, las que realizaron el envite y la fijación sobre Kiev y Kharkov, cruzan de vuelta la frontera norte de Ucrania hacia Bielorrusia.
Esta maniobra rusa de embolsamiento o de creación de una caldera cerrada –котел, en ruso- sobre los entre 60.000 y 100.000 soldados ucranianos, que se estima que se encuentran en el Donbas, decidirá, con toda seguridad, el resultado de la operación militar rusa.
Para ello, además, es de esperar que, en un territorio de planicies y de escasa densidad de población, las Fuerzas Armadas rusas hagan un uso más intensivo sobre su enemigo de la Fuerza Aérea y de la artillería, incluyendo la balística de medio y de largo alcance, ambas de alta precisión.
Maniobralidad, movilidad, finta, fijación y embolsamiento son, por tanto, parte integral de la forma, muy clausewitziana, en la que Rusia parece estar diseñando y ejecutando sus planes en el teatro de operaciones de Ucrania.
Simultáneamente, el gobierno ruso seguirá, como hasta ahora, negociando con sus adversarios, mientras se desarrolla el conflicto bélico.
En esto, también, la doctrina militar de Rusia está muy alineada con el pensamiento de Clausewitz, al asumir que la guerra no es más que la continuación de la política y de la diplomacia por otros medios.
De hecho, la mesa de negociaciones entre Ucrania y Rusia es otra caldera, desplegada por el gobierno ruso, para ir elevando la temperatura hasta que su contraparte no tenga más remedio que, con el incremento del dial del dolor en el teatro de operaciones, avenirse a condiciones que se parezcan mucho a los objetivos políticos marcados por el gobierno ruso al comienzo de esta operación militar.
La Fase 2 podría concluir dentro de las próximas dos a cuatro semanas.
Tras su conclusión, el ministerio de Defensa ruso dice contar con una Fase 3 lista para ser ejecutada.
Es de suponer que esa fase sería desplegada dependiendo de cómo reaccione el gobierno ucraniano al aumento de temperatura dentro de la caldera de la mesa de las negociaciones, a la vista de cómo progresen las operaciones militares.
Mientras, el apoyo popular de los rusos hacia el presidente Putin y la operación militar iniciada no ha hecho más que aumentar desde el pasado 24 de febrero.
De acuerdo con las encuestas, por ejemplo, la del Centro Levada -una organización rusa independiente de investigación sociológica, no gubernamental y no, precisamente, simpatizante del presidente ruso, que lleva el nombre de su fundador, el primer profesor ruso de sociología, Yuri Levada (1930-2006)-, dicho aval a Putin supera ya el 83% de la ciudadanía rusa, más del doble de la popularidad actual de la que disfruta Biden entre sus compatriotas estadounidenses.
Por otro lado, es de suponer que, cuanto más tarde Zelensky en recibir la orden de EE. UU. de aceptar las condiciones rusas, mayor será el castigo que sufrirá el ejército de Ucrania y peores serán las opciones para el mantenimiento del máximo posible de su territorio actual o, incluso, para la continuidad de Ucrania como Estado.
Si, en realidad, Zelensky tuviera ambiciones de continuar como presidente del país, podría interesarle, indirectamente, que las Fuerzas Armadas de Rusia y las milicias de las repúblicas independientes de Donestk y de Lugansk infligieran el mayor castigo posible tanto a las unidades de ideología más extremista y fascista -cosa que está sucediendo y que concluirá en breve en Mariupol- como a las mejor preparadas del ejército ucraniano -que están desplegadas cerca de la línea de contacto en el Donbas-.
Para alcanzar ese objetivo personal, Zelensky, antes de firmar la rendición de Ucrania, necesitaría el que se hubiera despejado cualquier potencial riesgo interno a sus planes políticos, incluso, a su propia vida, que pudiera materializarse proviniendo de alguno de esos dos campos, las facciones ultra radicales de la política interna o las propias Fuerzas Armadas ucranianas.
Todo ello, siempre que Zelensky no tenga ya su vida planificada por EE. UU. fuera de Ucrania.
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