Es evidente que el reto principal de estudiar el futuro deriva del hecho de que éste no ha sucedido todavía.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial e incrementarse el rol que los Estados fueron cobrando en la planificación y dirección de la economía, surgió la necesidad de desarrollar una disciplina, la prospectiva o, también, prospectiva estratégica –forecasting, en inglés-, que permitiera estudiar y evaluar el futuro para poder influir sobre él.
Así es como definió esa nueva doctrina su fundador, el francés Gaston Berger, al inicio de la década de los años 50.
En paralelo, en Estados Unidos (EE. UU.), también, a comienzos de aquella década, desde RAND Corporation, un centro de pensamiento creado, en 1948, por la compañía Douglas Aircraft, para servir como fuente de investigación y de análisis para las Fuerzas Armadas de EE. UU. -y, más específicamente, para su Fuerza Aérea-, surgió, gracias al trabajo de Herman Kahn, la ciencia de los estudios de futuros –Strategic Foresight, como se les conoce en inglés-, y de escenarios.
En el caso de RAND Corporation, los estudios de futuros y de escenarios, en sus inicios, fueron aplicados a la investigación sobre las estrategias militares posibles que EE. UU. podría aplicar para gestionar su rivalidad geoestratégica, desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, frente a la que, entonces, era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
Esos análisis continuaron durante las décadas de la llamada Guerra Fría entre las dos potencias globales, EE. UU. y la URSS, es decir, durante, prácticamente, toda la segunda mitad del siglo XX.
La prospectiva y los estudios de futuros son disciplinas que, actualmente, desarrollan y aplican, por igual, gobiernos nacionales -de potencias globales o con ambiciones globales, de potencias regionales o medias y de naciones más pequeñas, como, por ejemplo, por citar dos, Finlandia o Suiza-, organizaciones regionales, organizaciones militares, de defensa y de seguridad supra nacionales y organismos internacionales.
En todos los anteriores, los estudios de futuros son una disciplina que se aborda de forma rigurosa, exigente y muy profesional.
Este no es territorio para buhoneros, para tahúres o para trileros.
Los estudios de futuros buscan imaginar, crear y contrastar diferentes visiones de futuros y de posibilidades alternativas con el objeto de ayudar a los tomadores de decisiones a que los gobiernos o a que las organizaciones que aquellos lideran, respectivamente, estén mejor preparadas para hacer frente a amenazas posibles y, si fuera el caso, para aprovechar potenciales oportunidades emergentes.
Los estudios de futuros deberían posibilitar analizar tendencias e imaginar cómo éstas podrían tomar forma y, así, ayudar a crear mapas del futuro.
En definitiva, los estudios de futuros -a través de numerosas metodologías, procesos y herramientas, como la planificación estratégica innovadora, la formulación de políticas o los métodos de diseño de soluciones- someten, por una parte, a revisión las estrategias presentes y desarrollan, por otra, el pensamiento innovador de tal forma que facilite a los tomadores de decisiones hacer frente a la complejidad inmensa de los problemas actuales con una visión sobre el planeamiento de las decisiones futuras.
Los estudios de futuros no son ni brujería, ni chamarilería.
Los estudios de futuros tampoco buscan predecir o pronosticar el futuro.
Los aficionados y los principiantes en los estudios de futuros suelen caer, habitualmente, en sesgos cognitivos o instintivos que les empujan a imaginar los futuros posibles, por ejemplo, como si fueran versiones del presente que conocemos.
En otras ocasiones, imaginan futuros posibles como si fueran un combinado del presente conocido, mezclado y formateado por imágenes recogidas, aleatoria e impresionistamente, y provenientes de multitud de fuentes contemporáneas o de acontecimientos vistos e informaciones leídas o escuchadas en el momento presente.
Este es el error más pegajoso que suelen cometer, reiteradamente, los chamanes de los estudios de futuros, que se deriva de tres formas prejuzgadas de razonar.
En primer lugar, de pensar linealmente, es decir, de proyectar hacia el futuro el presente conocido.
En segundo lugar, de pensar grupalmente, es decir, de desear conformar las opiniones de uno con las que se creen que son el consenso del grupo y evitar, así, ser estigmatizados por el disenso.
Por último, de pensar haciéndose ilusiones sobre el cumplimiento de deseos y de aspiraciones propias de carácter buenista.
En definitiva, al caer en estos deslices, lo que, en realidad, se pone de manifiesto es el ser incapaz, el no tener la habilidad o el carecer de la voluntad para hacer frente a la incertidumbre inherente y consustancial a la vida del hombre.
Es bien sencillo: el futuro no se puede predecir dado el carácter impredecible de la naturaleza humana.
Además, cuanto más intenta uno adentrarse en el futuro y en su imaginación, más difícil es su predicción, mientras que, en paralelo, las posibilidades de desarrollo del futuro van multiplicándose exponencialmente y de forma ilimitada e inabarcable.
Se puede y se debe, sin duda, hacer el esfuerzo por tratar de entender qué puede formar parte del futuro y cuáles de esos elementos pueden marcar el cambio por venir.
No obstante, a lo más que puede aspirar el hombre es a intentar entender los factores y las tendencias -sociales, tecnológicas, militares, políticas, legales, económicas o de seguridad- que provocan los cambios de nuestras sociedades y sus posibles implicaciones.
A lo más que puede aspirar el hombre es a tener la suficiente humildad para aceptar la superioridad de las incertidumbres sobre las probabilidades.
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