El mundo se está adentrando en una nueva era en la que todas las realidades y las certezas de las últimas décadas están siendo cuestionadas.
En el caso de las relaciones entre Estados Unidos (EE. UU.) y China, el equilibrio de poder de los 30 años pasados era, de forma contundente, favorable a los estadounidenses y la contención de China era una política suficiente para que EE. UU. manejara los retos asociados al despegue económico de China.
A ello contribuyó la prudencia y la astucia que subyacía al pensamiento de Deng Xiaoping, máximo líder de China, entre 1978 y 1992, cuya afirmación “esconde tu fuerza, espera tu momento” resumía a la perfección el principio básico de la política exterior china, que estaba dirigida a gestionar, sin crear alarmas entre los rivales potenciales de China, su surgimiento económico, político y militar en el mundo, durante el comienzo del siglo XXI.
De ahí que China pusiera rumbo, en esos primeros años de su explosión como gran potencia global, hacia el hemisferio sur -Asia, África y América Latina-, para evitar un encuentro, cara a cara, con el hegemon mundial, cuyas fuentes de poder estaban fuertemente arraigadas en el hemisferio superior y en el Océano Atlántico norte.
China, en los últimos años, comenzó a ejercer una política exterior global más asertiva, una vez que se ha convertido en la primera economía del mundo, e hizo aflorar, sin disimulos, el carácter de la competición estratégica que, ahora, mantiene con EE. UU.
Desgraciadamente, al contrario de lo que ocurrió, durante los años de la Guerra Fría, con el ejemplo más reciente de competencia estratégica entre dos grandes potencias -EE. UU. y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS)-, la rivalidad entre China y EE. UU. no está siendo gestionada de acuerdo con un entendimiento tácito, en ocasiones, o pactado y regulado, en la mayoría de las situaciones, como sucedía entre soviéticos y estadounidenses.
La competencia entre China y EE. UU., hasta el momento, ha estado siendo un ejercicio de experimentación diaria, sin reglas, de incidentes sucesivos, de prueba y error permanente, de empujar y empujar, a la fuerza, a las bravas, con Taiwán, con los mares del Sur y del Este de China, con la península de Corea y con el comercio internacional como puntos habituales de fricción y de tensión.
Parece ser que ese equilibrio competitivo comienza a inclinarse del lado chino.
Desde 2013, año del nombramiento de Xi Jinping como presidente de la República Popular de China, ratificado en 2018, la autoconfianza de la nación en su fortaleza ha crecido de manera llamativa.
Tanto ha sido así que, con el liderazgo de Xi, China se ha atrevido, incluso, a cuestionar abiertamente el llamado orden internacional basado en reglas -que abarca no sólo los instrumentos de la “ley dura“, sino, también, los de la “ley blanda” y de las normas compartidas-, que defiende EE. UU., frente al tradicional orden internacional basado en las leyes -que se sustenta en los tratados multilaterales, como la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y los que le siguieron como el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, los pactos internacionales de derechos humanos, las Convenciones de Ginebra, la Convención de la ONU sobre el Derecho del Mar o el Tratado por el que se estableció la Organización Mundial del Comercio (OMC)- que surgió tras el final de la II Guerra Mundial.
Según chinos y rusos, los estadounidenses, con este cambio de paradigma, sutil en el lenguaje y radical en los contenidos y en sus consecuencias, han sustituido el marco conceptual y legal de sus comportamientos en política exterior con su, relativamente reciente, constructo intelectual.
Aquellos que piensan que las fricciones entre China y EE. UU. puedan resolverse con una mejora en las relaciones personales entre Xi y los actuales dirigentes estadounidenses se engañan a sí mismos.
Xi ha sido, precisamente, el motor del cambio en la progresiva reafirmación internacional de China, desde hace 10 años, y es quien quiere cambiar el statu quo del equilibrio de poder mundial como lo conocemos.
La creciente confrontación entre EE. UU. y China no es un problema de química personal o de falta de entendimiento mutuo entre los dirigentes de ambos países.
Las dirigencias de EE. UU. y de China se conocen muy bien y entienden al otro perfectamente por lo que saben muy bien que sus naciones están en pleno proceso de dilucidación sobre quién será el hegemon mundial que saldrá victorioso de la confrontación que se resolverá, entre las dos, entre 2030 y 2050, aproximadamente.
En Pekín existe la percepción de que, para EE. UU., antes del comienzo del conflicto en Ucrania, sus adversarios eran tanto Rusia como China; sin embargo, ahora, China cree que ella es la única amenaza para EE. UU.
De hecho, China no cree que EE. UU. envíe tropas estadounidenses a combatir contra Rusia en Ucrania, aunque esté, indirectamente, utilizando sus recursos -humanos, financieros y materiales- para retar o para provocar a Rusia.
El hecho de que China haya tomado partido claramente por Rusia -cuya asociación estratégica “no tiene techos, no tiene zonas prohibidas, no tiene límites”, como les gusta repetir a los líderes chinos- en el conflicto de Ucrania no es un accidente, ni una circunstancia pasajera, más bien, es reflejo del mundo binario y bipolar que está surgiendo.
China está persuadida, en cambio, de que EE. UU. intervendrá en Taiwán, aunque sea mediante el despliegue de medios militares encubiertos.
De hecho, en China se ha leído con preocupación el documento del Departamento de Estado de EE. UU., “U.S. Relations with Taiwan” –Las relaciones de EE. UU. con Taiwán, en español-, de 5 de mayo de 2022, que figura en su página oficial, en el que se afirma que “Estados Unidos pone a disposición [de Taiwán] los medios y los servicios de defensa necesarios para que Taiwán pueda mantener una capacidad de autodefensa suficiente“, lo que China ha tomado como un cambio en la posición oficial de EE. UU. de una sola China –one China policy, en inglés-, ya que incluye, de forma novedosa, el compromiso estadounidense con la defensa de Taiwán.
China no sólo ha dejado de confiar en EE. UU. y constata la ausencia de comunicación entre los dos países, sino que, en Pekín, se afirma, sin dudar, que ambos gobiernos se están preparando para la guerra.
El riesgo más grande que el mundo está corriendo, en la actualidad, es que, como sucedió en 1914, la debilidad de la interlocución diplomática y de la confianza mutua fuerce a los países a tener que adivinar cuáles son las verdaderas intenciones de sus rivales y de sus adversarios y que acaben, por ello, caminando como sonámbulos hacia una guerra mundial que sería, total o parcialmente, nuclear.
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