Bashar al-Assad ganó la guerra civil en Siria, que había estallado en marzo de 2011.
Esta guerra civil está, efectivamente, en gran medida, terminada, aunque el país esté, todavía, repartido en tres zonas.
Al inicio del conflicto, Estados Unidos (EE. UU.) confió en poder deshacerse del régimen de al-Assad, aliado de Irán, en un momento en que EE. UU. tenía como misión principal en el Próximo Oriente hacer retroceder y disminuir la influencia iraní en esa región.
Para alcanzar ese fin, EE. UU. diseñó una estrategia para Siria que buscaba dividir el país y perpetuar su fragmentación.
Además, dicho propósito de EE. UU. incluía mantener cortada la carretera que une Damasco y Bagdad para, así, proteger mejor a sus soldados desplegados en Irak y bloquear los envíos de armas desde Irán a Hezbollah -el Partido de Dios, en árabe, el grupo terrorista islámico que es financiado económicamente y suministrado militarmente por la República Islámica de Irán-, en Siria y en el Líbano, y, en definitiva, estrangular todo intercambio comercial desde Irán hacia Siria, sobre todo, el de petróleo.
En palabras de un enviado del presidente Donald Trump a Siria, la misión estadounidense era “convertir Siria en un atolladero para Irán y para Rusia”.
Desde 2011, EE. UU. ha venido proclamando que su objetivo político en Siria es deshacerse de Bashar al-Assad.
Para ello, EE. UU. ha intentado estrangular su régimen política, económica y militarmente, de modo que se facilitara la opción de la toma del poder por la oposición, en línea con la Resolución 2254 del Consejo de Seguridad (CS) de Organización de las Naciones Unidas (ONU), de 18 de diciembre de 2015, en la que se exige un alto el fuego y un acuerdo político en Siria, que debería servir como hoja de ruta para la transición política de Siria.
Sin embargo, después de más de una década, esa aspiración de EE. UU. es altamente improbable que vaya a cumplirse porque el resultado de la guerra civil siria es que Assad ganó y no hay oposición interna que pueda retarle, por el momento, su poder.
La política estadounidense de cambio de régimen –regime change, en inglés- fracasó.
Para alcanzar ese fin, EE. UU. diseñó una estrategia para Siria que buscaba dividir el país y mantenerlo fragmentado.
En la actualidad, la mayor parte de Siria, incluido el sur, está en manos del gobierno, que controla, aproximadamente, un 60% de su territorio.
Sin embargo, Turquía ocupa el noroeste, en torno a un 15% del territorio, y EE. UU. mantiene su presencia en el nordeste y conserva un pequeño contingente de soldados en el sudeste, en torno a la base estadounidense de al-Tanf, controlando, así, en total, otro 25% del país.
Este objetivo de EE. UU. se ha cumplido parcialmente, más allá del efecto perverso que la división de facto de Siria tiene para realizar un combate aún más efectivo en la lucha contra la organización terrorista yihadista Estado Islámico (EI).
En el caso de EE. UU., su presencia en el nordeste es simbólica, no es, en absoluto, comprable a la de Turquía, aunque cuenta con suficiente fuerza disuasoria, y está congelada.
Hasta el 26 de mayo de 2022, la situación en esas zonas era estable, gracias a la intervención de los tres actores externos allí implicados y a que el potencial de escalada estaba, dentro de lo que cabía esperar, bajo control.
Turquía, en el noroeste, cuenta con 10.000 soldados, después de una intervención masiva desde su lado de la frontera, y el perímetro de su presencia parecía, también, estar congelado, ya que Turquía había mantenido la situación en el territorio que controla y no había mostrado ambición de ampliarla, algo que Rusia había aceptado de facto, por lo que no parecía que se fueran a mover las líneas del frente.
Sin embargo, en su reunión del 26 de mayo de 2022, el Consejo de Seguridad Nacional (CSN) de Turquía anunció que era necesario continuar con las operaciones actuales y futuras en las “fronteras del sur” del país para garantizar la seguridad de Turquía.
El CSN de Turquía subrayó que dichas operaciones no estarían dirigidas contra la soberanía de sus vecinos, probablemente, en referencia a Siria y a Irak.
Hay pocas dudas de que aquel anuncio de Turquía se refería a la realización inminente de una campaña militar contra las Fuerzas Democráticas Sirias –Syrian Democratic Forces (SDF), en inglés-, apoyadas por EE. UU., cuya columna vertebral está formada por las llamadas Unidades de Protección del Pueblo –Yekîneyên Parastina Gel (YPG), en kurdo-, afiliadas Partido de los Trabajadores de Kurdistán –Partiya Karkerên Kurdistan (PKK), en kurdo-, que Turquía incluyó en su listado de organizaciones terroristas.
Las razones de Erdogan para el inicio de esta campaña militar son de carácter electoral interno.
El presidente de Turquía necesita garantizarse su reelección en las elecciones presidenciales de junio de 2023 a través de, fundamentalmente, recomponer la economía nacional.
Para ello, la expulsión de los 3 millones de sirios que se encuentran refugiados en Turquía -como reclaman, de acuerdo con las encuestas, el 80% de los turcos-, desde que comenzó la guerra civil en Siria, en 2011, y la redirección de los más de 50 millardos de dólares dedicados a su mantenimiento a otras necesidades más urgentes de los turcos están detrás de ese deseo de crear espacio libre de militantes kurdos en el norte de Siria para poder reubicar, a la fuerza, fuera de Turquía, a esos millones de sirios.
Turquía dirigió, anteriormente, varias operaciones contra unidades radicales kurdas de izquierda en Siria.
Así, mientras que la Operación Escudo del Éufrates, en 2016 y en 2017, estuvo dirigida principalmente contra el EI -aunque afectó a algunos territorios kurdos, por ejemplo, Jarabulus-, la Operación Rama de Olivo, de 2018, y la Operación Fuente de Paz, de 2019, fueron dirigidas exclusivamente contra las SDF.
En definitiva, la presencia de Turquía y de EE. UU. en esas zonas de Siria puede prolongarse en el largo plazo, quién sabe si, hasta una década.
Irán ha conseguido, simultáneamente, lograr avances significativos en su deseo de perfilar una nueva arquitectura de seguridad en el Próximo Oriente.
En el Líbano, Hezbollah es una fuerza militar y políticamente dominante, en Irak, la población chiita se ha ganado y ha consolidado una cuota importante de poder y, en Siria, los alauitas, que controlan el poder -los 50 generales más importantes de las Fuerzas Armadas sirias son alauitas como lo es el presidente Assad mismo-, se sienten cercanos a los chiitas y son aliados de Irán.
Por primera vez en la historia de estas naciones, Irán, Irak, Siria y el Líbano son aliados unos de otros y, lo que más preocupa a EE. UU., el petróleo iraní podría llegar, sin obstáculos, hasta el Mar Mediterráneo, a través de los desiertos de Irak y cruzando Siria y el Líbano.
A Biden y a su equipo le va a ser muy difícil romper esa alianza y, por ello, el gobierno estadounidense, tras haber sido incapaz de evitar el crecimiento de la influencia de Irán en el Cercano Oriente, está tentado a decantarse por otra opción que sería la de empobrecer la zona, mediante sanciones económicas y la quiebra del comercio, para debilitar a sus enemigos, para provocar hambre y, por extensión, descontento entre la población de esos países hacia sus gobiernos respectivos y, por último, para convertir la región del Próximo Oriente en un sumidero de recursos para Rusia.
Quedaría por evaluar cuáles podrían ser las consecuencias que se derivarían sobre un posible acuerdo político en Siria, dependiendo de cómo se desarrollaran las negociaciones sobre un acuerdo nuclear revivido con Irán -el llamado Joint Comprehensive Plan of Action (JCPOA), en inglés, firmado, definitivamente, en abril de 2015, por la República Islámica y los denominados países del P5 + 1, es decir, los cinco miembros del CS de la ONU, China, EE. UU., la Federación Rusa, Francia y el Reino Unido, más Alemania y la Unión Europea (EU)-.
Si hubiera acuerdo para reinstaurar el JCPOA, la cooperación económica entre Siria, Irán y Rusia se incrementaría, se produciría una desescalada limitada de las actividades iraníes contra Israel desde suelo sirio, al objeto de que Irán pudiera beneficiarse de los dividendos del levantamiento, por parte de EE. UU., de las sanciones económicas contra su país e Irán desplegaría una posición menos radical y más flexiblemente negociadora sobre el futuro de Siria y del Líbano y en su interlocución con Irak.
Si no hubiera acuerdo para renovar el JCPOA, la cooperación militar entre Siria e Irán aumentaría con el objetivo de hacer frente a Israel, de tal forma que se produciría una escalada de las actividades antisraelíes de Irán, desde Siria, e Irán haría un mayor esfuerzo para reforzar el llamado “Eje de la Resistencia” -compuesto por Irán, las milicias chiitas de Irak, Siria y Hezbollah– al objeto de acelerar, de esa forma, el enfrentamiento con Israel, y poder hacer realidad el “Creciente Chiita”, del que hablaba el General Qasam Soleimani, comandante en jefe de la Fuerza Quds -brazo armado de élite y clandestino del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica o Islamic Revolutionary Guard Corps (IRGC), en inglés, para sus operaciones en el extranjero-, a quien EE. UU. asesinó, en enero de 2020, después que éste aterrizara en el aeropuerto de Bagdad.
Los países árabes, específicamente, los del Golfo Pérsico, han identificado esas intenciones de EE. UU. como una política condenada al fracaso, entre otras cosas, porque no creen que la política del estrangulamiento vaya a parar y a obligar a retroceder a Irán.
Con ese propósito, los Emiratos Árabes Unidos (EAU) han tomado el liderazgo en la búsqueda, de manera alternativa a los proyectos estadounidenses, del reintegro de Siria en la comunidad de países árabes del Próximo Oriente, del refuerzo interno del gobierno sirio -como única posibilidad realista de hacer retroceder a Irán, idea que es, parcialmente, compartida por Israel– y del incremento de la competición con Irán en la recuperación de la economía siria, invirtiendo masivamente en ella -básicamente, “comprando Siria”-, ya que, en el momento en el que las sanciones sobre Siria fueran levantadas, el dinero del Golfo llegaría a espuertas a Siria.
Voltear el régimen político en Siria no es ya una opción realista.
El Próximo Oriente se encamina a una nueva era con un Assad 2.0 revivido políticamente.
Obviamente, el factor estabilizador que ha permitido este cambio radical en la situación política interna de Siria ha sido la involucración de Rusia, desde septiembre de 2015, en la guerra civil del país.
La intervención de Rusia en Siria se produjo con tres objetivos: impedir la caída del régimen de Assad, mantener y expandir las bases navales y aéreas rusas en aquel país y profundizar la influencia que Rusia, tradicionalmente, ha disfrutado dentro de las Fuerzas Armadas y de las milicias sirias.
No debe olvidarse que Siria sirve a una de las prioridades existenciales de Rusia, desde hace siglos, que es la de garantizarse acceso libre y permanente, durante todo el año, a mares cálidos.
Rusia cumple esta exigencia estratégica con la navegación sin obstáculos desde la base de su Flota del Mar Negro, situada en Sebastopol, Crimea, a través del estrecho del Bósforo, en Turquía, y con el punto de apoyo que representa, para esa ruta de salida hacia aguas cálidas, su presencia en el Mar Mediterráneo Oriental, gracias a la base naval en Tartus, Siria.
Lo que Rusia nunca ha pretendido en Siria es alcanzar el mismo nivel de influencia que la República Islámica de Irán tiene en ese país ya que ésta ha buscado, conscientemente, la penetración en el tejido cultural y social sirios, algo que no es de interés ruso.
Los éxitos alcanzados por Rusia en Siria han sido tanto de naturaleza tangible como de carácter intangible.
Por un lado, Rusia consiguió los objetivos de denegación que buscaba en Siria.
La Federación Rusa cambió la inercia de la guerra civil en Siria -de hecho, desde 2016, sólo un año después del comienzo de la intervención militar rusa en Siria, la guerra civil siria se pudo dar por terminada, ya que lo que vino después están siendo coletazos de ésta-, hasta el punto de impedir el derrocamiento de Assad, restringió la libertad de maniobra de EE. UU. en Siria y avanzó, en contraste con EE. UU., especialmente, con la política de Barack Obama, el interés regional ruso de promover en Próximo Oriente un mundo multipolar en el que EE. UU. no sea el hegemon dominante.
Asimismo, gracias a su papel decisivo en la resolución del conflicto sirio -como hizo, anteriormente, en Georgia, en 2008, o en Crimea, en 2014-, Rusia incrementó su prestigio ante los países árabes, lo que le ha permitido mantener una interlocución más cercana, políticamente, y poner en valor, militarmente, su propuesta de valor como suministrador de sistemas de armas para todos ellos, dada su habilidad demostrable al haber construido unas Fuerzas Armadas propias altamente capacitadas para conducir guerras, incluidas las híbridas.
El lanzamiento que Rusia hizo de misiles de crucero desde el Mar Caspio para golpear a las milicias yihadistas en Siria, en noviembre de 2015, no fue una exigencia operativa surgida del teatro de operaciones mismo, sino, más bien, una ocasión para que Rusia pudiera presumir de las capacidades militares recientemente desarrollas.
No obstante, Rusia tiene todavía en el pasivo del balance de su intervención en Siria la reconstrucción del país, el levantamiento de las sanciones internacionales contra el régimen de Damasco y, en definitiva, el que los sirios no se hayan podido beneficiar, todavía, de los réditos de la paz en favor de su prosperidad individual, familiar y colectiva.
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