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Afganistán, maldición de un Estado fallido

Afganistán, maldición de un Estado fallido
Jorge Cachinero el

Afganistán vive hoy su peor crisis humanitaria en 20 años.

Esta es la tercera etapa de un proceso que comenzó, el 11 de septiembre de 2001, con los atentados terroristas planeados por Al-Qaeda, contra Estados Unidos (EE. UU.), desde el refugio de las cuevas de Tora Bora, en las Montañas Blancas afganas, fronterizas con Pakistán, y que fueron seguidos por la invasión y por la ocupación de Afganistán por parte de EE. UU. y de sus aliados de la Organización del Tratado del  Atlántico Norte (OTAN) mediante su ‘Operación Libertad Duradera’ -‘Operation Enduring Freedom’, en su nombre original en inglés-.

Dicha operación de la OTAN en Afganistán ha sido, hasta el momento presente, la única ocasión, en la historia de la Alianza Atlántica, en la que se ha invocado el artículo 5 del Tratado de Washington -el constitutivo de la OTAN, en 1949-, es decir, la piedra angular de la organización, ya que encapsula el concepto del compromiso con la defensa colectiva de todos sus miembros, de tal forma que un ataque contra uno de los aliados es considerado como un ataque contra todos ellos,

Aunque aquella intervención hubiera sido sinceramente concebida como una misión de construcción nacional -por mucho que los cínicos piensen que esta definición de la misión no fue más que su coartada-, su resultado, obviamente, no fue el deseado ya que, en la actualidad, veinte años después, Afganistán es el país menos desarrollado y es uno de los países más pobres del planeta.

Podría achacarse, sin duda, a EE. UU. la responsabilidad de que no hubiera habido un proceso de preparación y de consultas con los afganos antes de lanzar la operación militar o, incluso, que ésta hubiera estado, exclusivamente, dirigida a reafirmar el rol hegemónico de EE. UU. en el mundo en preparación de futuros conflictos bélicos contra Rusia o contra China.

Sin embargo, la culpabilidad de que Afganistán no se haya desarrollado durante los últimos 20 años no recae, exclusivamente, sobre EE. UU. ya que deben analizarse, también, los factores internos afganos que están detrás del actual estado de cosas en aquel país.

La realidad es que lo que está ocurriendo en Afganistán está fuertemente enraizado en 100 años de su historia previa y no es más que un episodio de la pugna política y cultural que se viene desarrollando en el país desde hace un siglo.

El origen se encuentra en una confrontación, de carácter doméstico, que se produce, dentro de la sociedad afgana, entre las fuerzas europeizadoras -que han querido reflejarse en el modelo europeo para, después, intentar replicarlo, incluyendo las fuentes del poder político y de la soberanía nacional- y las que prefieren mantener los valores culturales, incluso, los religiosos, de aquellos que se han convertido en los guardianes del viejo orden social de Afganistán.

Todos los actores políticos afganos que han entrado a esta confrontación, que, en Afganistán, no sólo ha sido teórica o ideológica, sino, también, física y material, lo han hecho desde alguno de estos dos puntos de vista, es decir, el de las fuerzas del cambio, por un lado, o el de las fuerzas preservadoras del statu quo, por otro.

Asimismo, han confluido otros factores materiales en este fracaso secular por construir un Estado en Afganistán.

Por una parte, son perennes en Afganistán la ausencia de un centro de poder o capital nacional que pudiera liderar ese proceso, frente a la autoridad informal, pero muy poderosa, de las comunidades o de las tribus locales, y, sin duda, la carencia de un desarrollo económico y social, que ha impedido el surgimiento de esas estructuras estatales sólidas.

Reunión de tribus afganas

Por otro lado, Afganistán ha estado sometida a la influencia de fuerzas regionales y extra regionales -Pakistán, Arabia Saudí, China o la Federación Rusa- por controlar el país, en una especie de Gran JuegoGreat Game, en inglés- permanente.

Este término del Gran Juego fue una ocurrencia, en 1840, del diplomático británico, Arthur Conolly, quien designó, así, las intervenciones británicas en Afganistán, en el siglo XIX, cuando el Imperio Británico estaba obsesionado con la idea de que su rival, el Imperio Ruso, estuviera preparando una invasión de Afganistán para establecer una base permanente, desde la que, posteriormente, atacar la Joya en la CoronaJewel in the Crown, en inglés- del Imperio Británico, es decir, India.

Fue Rudyard Kipling, quien, en 1901, en su novela Kim, popularizó dicha expresión.

Por último, la intervención de las organizaciones no gubernamentales (ONGs) en Afganistán tampoco ha sido ejemplar.

Muchas desembarcaron a Afganistán -llegando a ser, en algún momento, entre 6.000 y 9.000 ONGs las que estaban interviniendo en el país- buscando la gloria y, por supuesto, el dinero, que, por momentos, tan libremente circulaba para financiar sus tareas y las estructuras de sus organizaciones, de acuerdo con un modelo de negocio bastante perverso.

La realidad es que, hoy, la mitad de las escuelas de Afganistán no tienen un edificio donde realizar sus tareas educativas, la mitad de los niños de Afganistán viven bajo el nivel de pobreza y 3,5 millones de afganos son adictos a las drogas.

Escuela afgana gestionada por una ONG

La historia de la intervención de las ONGs en Afganistán es la de un gran fracaso, si se expresa con un lenguaje diplomático.

Sin duda, a pesar de lo anterior, es innegable que el progreso experimentado en Afganistán entre 2001 y 2021 ha sido mayor que el ocurrido entre 1981 y 2001.

En estas dos décadas más recientes es cierto que se ha intentado, aunque, sin éxito, crear un sucedáneo de democracia, las mujeres afganas han visto sus derechos reconocidos, las niñas han podido ser escolarizadas, se han construido algunas infraestructuras -carreteras, fundamentalmente, para conectar mejor las regiones afganas- y se ha conseguido un cierto nivel de accesibilidad de la población a los servicios médicos.

Sin embargo, la corrupción política, la ausencia de transparencia y el uso y el abuso de los millones de dólares -se estima que Afganistán ha recibido más de 2 billones de dólares desde 2001- en fondos internacionales para el desarrollo, en ayuda humanitaria y en ayudas directas, que han sido volcados, sin controles suficientes, sobre el país, son parte sustancial del problema de Afganistán.

En definitiva, el balance de estos 20 años pasados es, también, el de un gran fiasco en la creación de un Estado, de una democracia y de una economía de mercado.

La República Islámica de Afganistán ha sido una república viciada.

Falló su ideación porque no existió imaginación suficiente para dibujar una visión atractiva para la nación, simultáneamente al desarrollo del combate contra Al-Qaeda.

Falló su estructuración por falta de restricciones constitucionales básicas, como el imperio de la ley o como un sistema de equilibrios y de controles, y por la creación de un sistema político que no supo encontrar un equilibrio entre el poder central y el de las regiones.

Falló su funcionamiento debido a la ausencia de participación pública en el funcionamiento del sistema, dado el alejamiento del poder de la población al estar en manos de un grupo pequeño y restringido de políticos.

Falló su normativa y fallaron sus valores dado el predomino del extremismo, de la violencia y de la radicalización frente a una élite política reducida, estrecha y carente de cualquier sentido virtuoso y de servicio a la comunidad.

Afganistán ha sido durante los últimos años un Estado dependiente de la ayuda internacional, de la ayuda militar -sobre todo, de EE. UU.- y de las promesas de intervención social de las ONGs y nunca dejó de serlo.

La transición que se inició en 2014 para construir unas Fuerzas Armadas nacionales, desde el contingente militar de la OTAN, no funcionó porque, desde el comienzo, las premisas y los objetivos eran errados: Afganistán nunca tuvo un ejército de 300.000 soldados perfectamente entrenados, como se demostró a finales de agosto de 2021.

Fuerzas Armadas afganas

La culpa, de nuevo, es compartida por unas élites políticas locales centradas en ellas mismas, egoístas y sin capacidad de crear alianzas y consensos políticos entre sus diversas facciones.

Al final, esta realidad local -de pueblos, de comunidades y de entidades- es algo que los constructores del Estado afgano venidos de fuera no supieron ver o despreciaron o se olvidaron de ella a la hora de hacer sus planes para transformar Afganistán desde una entidad basada en tribus, a las que nunca se supo o se pudo subyugar o seducir, hacia un Estado organizado y burocratizado.

Desde 2001, el Estado afgano nunca fue un Estado y el gobierno afgano nunca fue un gobierno.

Afganistán sigue siendo hoy un contenedor de territorios, sin poder, sin Estado y sin gobierno, que sean merecedores de tales nombres.

En realidad, Afganistán es un sistema de gobierno tradicional, racista, etnocéntrico y misógino, con un pequeño grupo mafioso al frente, al que nadie quiso hacer frente.

 

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